Un café, un olvido y un amor. David Trozos

Créditos de imagen: Pixabay

 

 

Con la taza de café en una de mis manos y un periódico en la otra, yacía ahí, pensado en todo y a la vez en nada. Hacía ya más de tres meses desde que ella me había dicho adiós. La soledad había cobrado peso a través de las sombras que embargaban mi alma.

No existía pretexto válido, ni razón lógica que me permitieran explicarme el vacío de su ausencia. Únicamente me quedaban las palabras que hacían eco en mi memoria. Una y otra vez estaba el reflejo de su cuerpo, tan nítido, aunque tan intangible. ¿Cómo explicarme que lo que en un momento fue mi todo, se había convertido en mi nada? O quizá, mi todo disfrazado de la nada, encubierto de olvido-memorias.

Un trago al café, un trago de deseos. Sabor amargo, pero tan dulce, como la imagen de sus labios. No importa cuán lejos quisiera llegar, ella siempre se apoderaba de mi realidad. Un año y medio, 545 días volátiles, efímeros, nostálgicos. 13,080 horas destruidas al pasar de trescientos segundos, en los que su voz era un constante “lo lamento, hay alguien más. Esto ya no tiene sentido, necesito de un abrazo, pero tú no me lo puedes dar. Un amor a distancia no es lo que yo esperaba”.

Ni yo era digno de ella, ni ella lo era de mis versos. ¿De qué le sirve al poeta colocar palabras a lo largo de las hojas, si nadie las leerá? ¿De qué me serviría a mí, escribirle a lo que ya fue y no sería jamás?

Eso había comenzado como todo aquello que tiene sentido en mi vida, habíame bastado unas simples palabras para ponerme a sus pies. Yo aquí, ella allá. Un montón de ilusiones juveniles, un sinfín de promesas sin cumplir.

“Un americano doble, sin azúcar, por favor”. ¿Endulzar la vida? ¿Para qué? Si su sabor tan puro te hace permanecer despierto, atento al porvenir. “El destino ha vuelto a sucumbir…”, uno de los titulares que aparecían en el periódico. No obstante, ¿qué era eso del destino?, ¿por qué sucumbir?, ¿perecer?, ¿morir?, ¿por qué no simplemente dejarse llevar por la caída del ya, pero jamás?

Saqué de uno de los bolsillos de mi chaqueta un cuadernito de anotaciones, tomé la lapicera que colgaba de mi camisa dispuesto a redactar unas palabras a la agonía que carcomía cada uno de mis sentidos. “Hoy se dibuja otro día más sin verte”. No pude seguir escribiendo, cuando el pecho se me oprimía más y más. La quería a ella, solamente a ella, su piel morena y su cabello rizado.

Otro sorbo más al café, la taza vacía sobre la mesa. Mis sueños por el suelo, mis ganas de ver el amanecer desvanecidas como las creencias y la fe. Su nombre resonaba en mis oídos, mi corazón lo gritaba. “La chama”, “la chamita”, “la reina”, “la arepita de vainilla”, “la pingüina”, “la pequeña psicópata”, sobrenombres sin sentido, pesares sin respuesta.

Pagué mi cuenta, estaba a punto de irme. Me levanté, sujeté mi mochila y caminé a la salida. Nunca las escaleras me habían parecido un torbellino sin final como en aquel instante. En ningún momento me hubiese imaginado que aquello que sujetaba entre manos pasaría a pisotearlo con la alegría de una nueva esperanza.

Ni las flores crecen tan rápido como mi deslumbramiento por ella; ni la luz del sol suele alumbrar tanto como la sonrisa de aquella mujer; ni mis versos son suficientes para explicar lo que una musa tan perfecta señalaba con tanta calma a mi porvenir.

“Hola”. Cuatro caracteres, desembocando en cuatro más: “amor”. Eso explicaría aquel encuentro casual en la escalera de la desolación. Esta no sería la historia de un viejo amor, no. Es el comienzo de la historia más real, de la más sensible, del viaje menos tempestad.

Ahí se encontraba y se encuentra esta mujer bañada en pureza, la reconocí por casualidad, sabía que todos los mundos habían chocado en la esfera de su conformación. Lunas, estrellas, planetas, universos, nada era tan brillante ni tan precioso como su rostro iluminado por la bombilla de colores de aquel lugar.

Una sonrisa se apoderó de sus labios, sin saber que al mismo tiempo derrumbaba la más profunda de las nostalgias. Una mano acarició su cabello, separó una porción y juguetona se acomodó aquel mechón que sujetaba. Ahí la tenía para mí, entre un desfile de cosquilleo y de nerviosismo fatal.

¿Dónde estaba mi voz y mi sentido común cuando más los requería? Ahí, frente a una desconocida, me encontraba temblando, con un punto final en una hoja y una letra inicial en otra. La miré, me bastaron trescientos segundos para imaginarme 13,080 años a su lado.

“Hola”, respondí. Mi cuerpo temblaba, sentía que sudaba frío. Los nervios me indicaban que algo no andaba bien, o más bien dicho, algo andaba perfectamente bien. “¿Aceptas un café?”, palabras que me hubieran gustado decirle en aquel momento. No obstante, monosílabos no articulados que no me permitían entablar comunicación alguna.

De nuevo yo, la vieja historia de diario. Con una pluma en una mano y un cigarrillo en la otra. Pensando, imaginando realidades alternas entre lo que pudo y no fue hecho. ¿Qué hubiera pasado si me hubiera permitido hablarle?, ¿era esto a lo que llamaban amor a primera vista?

Me levanté, fui a la cocina y me preparé un café bien cargado. Necesitaba un respiro, un descanso. El amor no era otra cosa que una serie de sucesos inesperados, con el final en un número determinado de desilusiones y cansancio. Todo lo bueno se agota en él, todo lo desgastante se germina en sus entrañas. Sin duda alguna no necesitaba otro ciclo fatal para sentirme completamente feliz.

Agitar la cuchara de un lado a otro. Meditar en el calor del humo. La incertidumbre por saber quién era aquella mujer me era más insoportable que el saber que una novela trágica había llegado a su final. ¿Cómo podría volver a coincidir con aquella chica tan hermosa?

La vida es un laberinto en el que cualquier puerta conlleva hacia diferentes habitaciones, en las que puedes o no, ser bien recibido. Ella se encaprichó con regalarme un mensaje en una de mis redes sociales, “quiero conocerte”. Dos palabras, que parecieran haber detenido el tiempo, si es que este existió en algún momento.

“Francia”, amante de las uvas fermentadas y de los crucigramas en miradas. Me apuñaló directamente al corazón, lo sacó del fondo y lo extrajo para sí. Un trago de café, una pluma tambaleante sobre la mesa, un temblor en el pie izquierdo.

¿Sucumbir cuando se puede renacer?, ¿Perecer cuando la vida apenas comienza?, ¿Agonizar si se tiene la medicina necesaria? El destino era el ejemplo más sincero que habla de las caídas como un raspa y gana, a veces tienes suerte, otras no. En esta ocasión yo tuve la fortuna de ser dichoso ante este fortuito encuentro.

Una aceptación para conocer lo nunca previsto. Ahí, más allá, en el lugar menos esperado se encontraba mi gran amor. Con una lágrima corriendo por la mejilla, mientras que sus manos sujetaban una taza de azúcar con café. Ella me esperaba, yo me estaba tardando. Yo me encontraba sumergido en la ausencia del pasado, ella enfrascada en la desesperación del futuro.

Dos tragos de café, dulce o amargo. “El miércoles nueve de noviembre, en la estación de tren”. Un ir y venir de pensamientos. La soledad estaba harta de mi masoquismo, estaba cansada de tener que soportarme, tomó sus maletas, bebió un último café conmigo y se despidió. Ahora era la luz de un nuevo camino la que aturdía mis sentidos y enceguecía nuestras miradas.

¿Cómo comprender que lo nunca había concebido estaba a punto de ser?, ¿cómo ver en lo ignoto aquello que estaba a punto de pasar? Eran una serie de cuestiones sin sentido, ella era la respuesta a lo que esperaba. Era su perfume lo que me haría embriagarme, su piel lo que me haría arrodillarme ante ella, y su voz, su voz era el canto que no me cansaría de escuchar.

“La reina”, “la princesa”, “la piña”, “la flaquita”, “mi morenita”, “mi esposa”, “mi mujer”. No importaban cuántos tragos de café necesitara de tomar, no era necesario contar las cucharadas de azúcar, no me afligían los minutos… No importaba cuántas veces quisiera cerrar los ojos, ella estaba ahí, tan perfecta como el verso escrito, como el esperado inicio de una novela para la posteridad.

Un trago de café, dos cucharadas de sus labios. Ya no existen tormentos, ya no hay nada que lamentar. La chica de las escaleras, del encuentro inesperado, del mensaje acontecido, estaba para mí, yo estaba para ella, es el sueño de un amor eterno, de esos que no tienen final.