Un trago más (Maleni Cervantes)

 

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La claridad del día dio paso a la oscuridad de la noche. Una tarde antes se había prometido no beber más de una copa de vino o dos cervezas. No obstante, ese día los planes cambiaron al igual que la sensación de querer adormecer cualquier recuerdo que atormentaba su mente. Hacía un mes que no la veía. La decisión no fue suya, sino de ella. No hubo una despedida, sólo el vacío provocado por su ausencia. Ya nada le parecía lo mismo. Ni el café de la mañana con su característico olor a grano tostado, ni su acostumbrado té con sabor a limón al recostarse. Esa mañana se había despertado como de costumbre, quince minutos antes de las seis. Tomó una ducha y cepilló sus dientes, revisó que todo estuviera en su lugar y que no faltara nada en su maletín. Posterior, subió en su carro y condució hacia la oficina. En la radio sonaban las noticias. Un fallecido, el aumento en los productos de la canasta básica, tres desaparecidos, la reina de belleza y su novio en Cancún, un político que discutió con otro por una nimiedad. Nada de eso le llamaba la atención, nunca le había interesado lo que pasara a su alrededor. Cambió de estación, en sus bocinas comenzó a resonar una melodía que conocía bien, la que fue testigo del comienzo de su historia, los ecos de su sonrisa le taladraron el pensamiento una y otra vez. Una pregunta surgió de repente: ¿qué habría sido de ella? El resto de la mañana transcurrió entre un mar de papeles y formatos por llenar, uno que otro oficio y correos sin sentido. Al principio de su juventud creyó que ese trabajo sería lo mejor que le pudiera pasar, un sueño hecho realidad; no obstante, ahora no pasaba de hacer todo por rutina con la amargura que se apoderaba de su pecho sofocandola una vez más. Su jefe le comentó que podría retirarse en cuanto terminara un expediente para el ingeniero x. Ella, en cambio, no quería irse, ¿a dónde?, ¿para qué? Afuera de esas paredes no tenía nada más que un apartamento nostálgico que le hablaría desde las entrañas de un viejo televisor que le haría compañía. Eso no le era muy motivador, sólo una señal más de que su vida carecía de sentido. Terminó el trabajo. De nuevo, en su mente el recuerdo de la canción y la sonrisa de su chica, aquella que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Sintió el pecho oprimido y una punzada en la sien. Se despidió de su jefe y se dirigió al estacionamiento. Al llegar, le pareció una buena idea llamarle a su mejor amiga para invitarla a beber un trago. Ella aceptó, así que, al menos ese día no tendría que lidiar con la soledad. Al dirigirse al bar de costumbre, se percató de que llegaría una hora antes de lo acordado. Por un momento, pensó en dar una vuelta y regresar, pero después de reconsiderarlo concluyó que hacía demasiado tiempo que no se regalaba un momento a solas haciendo algo que realmente disfrutara. Estacionó su vehículo y bajó de él. Acomodó su falda y el cuello de su camisa. Entró al bar, tomó asiento y pidió una copa de vino tinto. En algún lugar había escuchado que este vino en comparación con otros poseía cierto espesor que provocaba distintas sensaciones en la boca como la astringencia y la rugosidad. Un trago. Una lengua extasiada al chocar con el paladar al disfrutar de aquel líquido. Los cabellos de su chica rozando su rostro al contacto del primer beso. Otro trago precedido por el olfatear de su nariz en la copa. La promesa de un para siempre encubierta en un ramo de rosas. Otro trago, una pluma que se desplazaría precisa sobre una servilleta de papel. ¿Qué quería escribir exactamente? ¿Una carta? ¿Una nota suicida? ¿O los pendientes que habría de realizar a la mañana siguiente? A lo mejor, las palabras que se guardaban en su garganta a la espera de una lágrima. ¿Cuántas veces había escuchado su nombre en boca de cientos de desconocidos? Le parecía algo surrealista, incomprensible. Ellos no sabían lo que para ella significaban aquellas letras que en combinación le daban figura a una de las mujeres más hermosas que había conocido. El dulzor y la intensidad del color del vino se entrelazaron con sus sentidos. La ahogaron y sumergieron mar adentro de su conciencia. Un trago más y una palabra desembocaría en otra y otra más. Cadenas rotas de silencios y verdades. Había callado tanto que la inmensidad de las palabras le parecía efímera, aunque constante. Recibió una llamada. Era su amiga, no podría presentarse. Ya no le importó, en ese momento sólo existía ella, una copa de vino y la peripecia que se trasladaba entre el subconsciente y la realidad. Pagó la cuenta. Tomó la carretera sin rumbo fijo. El montón de servilletas estaban aprisionadas en su bolso, gritaban, anhelaban ser escuchadas. Pero, ella era la única que era capaz de comprenderlas. Ignoró las voces que provenían de ellas. Subió el volumen de la radio y cantó lo más fuerte que pudo canciones que antes le eran desconocidas. Arribó en una gasolinera. Llenó el tanque. Compró una cajetilla de cigarros y una botella de ron. Retomó su camino, pisó a fondo el acelerador, entre más pronto llegara sería mejor. Recordaba los paisajes en las películas. Árboles frondosos a lo largo de la carretera. Asfalto liso, sin baches o abolladuras. Pintura amarilla resplandeciente al centro del camino, color blanco a las orillas. Señalamientos precisos que indican curvas y demás. Sin embargo, todo era completamente distinto. La carretera estaba en pésimas condiciones, la vegetación estaba seca con ciertas partes incineradas. Los señalamientos grafiteados, otros caídos. Todo el ambiente se veía tan lúgubre y solitario que la melancolía que traía consigo se convirtió en la desesperación más desconcertante que había experimentado. Las horas pasaban, y ella siguió vagando. Letreros y más letreros de pueblos y retornos. Luces que la encandilaban. En su cabeza el eco de una palabra: encontrarla. Bebió un trago de la botella. Encendió un cigarrillo, le dio tres caladas y lo arrojó por la ventanilla. Lo sabía, todo carecía de sentido. La luna estaba en lo más alto del cielo, en la cumbre de la oscuridad. El viento silbaba. Ella estaba perdida. Estacionó en una gasolinera. Preguntó por un hotel. Al llegar a este alquiló una habitación. Como pudo llegó a su cuarto, se desvistió y se arrojó a la cama. Todo le daba vueltas, el tiempo pasaba demasiado rápido para su gusto. Su cabeza le dolía a más no poder y su estómago denotaba cierto ardor por acidez estomacal. En esos instantes concluyó que su mundo no tardaba en desmoronarse. Por un segundo todo le pareció estar en silencio. Una tranquilidad absoluta en la que ni siquiera sus pensamientos se hacían presentes. El peso del alcohol hizo efecto, sus ojos se cerraron y ella se perdió en un sueño. Al poco tiempo su celular comenzó a sonar, era su alarma. Esa mañana tendría una junta importante con un ejecutivo que invertiría en la empresa para la cual trabajaba. Abrió los ojos, fijar la vista en un solo lugar le parecía una misión imposible. Era normal, el efecto de la migraña. Se levantó a buscar su teléfono, lo apagó y se dispuso a regresar a la cama. No obstante, antes notó la silueta de una mujer que estaba a lado suyo. La observó en silenció, ¿quién sería esa desconocida que reposaba en su cama tan tranquila? Al acercarse, percibió que se trataba de ella. El corazón le dio un brinco, no supo si se trataba del efecto de la sorpresa o la angustia que le proporcionaba aquella escena. Era su imaginación, tenía que ser su imaginación, no debió de haber bebido más de una copa o dos cervezas, ella lo sabía. La mujer se removió en la cama, estiró los brazos y abrió poco a poco sus ojos, lanzó un suspiró y después susurró: “amor, ¿qué haces ahí parada? Acuéstate a descansar, tienes días que prácticamente no has dormido nada, a la larga eso te hará daño”. La voz, esa voz sonaba tan real para ser la alucinación de una borrachera. Caminó a la cama, se recostó, cerró los ojos con fuerza y después se arropó con las sábanas. “No puede ser real, no es real, no es real, ella no está aquí”, pensaba. Al tranquilizarse un poco concilió el sueño. Era tan relajante sentir el respirar pausado de su chica en la nuca. La fragancia de su pasta dental de menta sobre su cuello. Respirar el olor a moras de su cuerpo. No existía terapia más efectiva para el estrés que ella, el amor de su vida. La luz del sol entró por la ventana que se encontraba entreabierta. Buscaba su camino directo al rostro de la chica que seguía dormida ahora en posición fetal abrazando una de las almohadas que tenía entre las piernas. A su alrededor, todo cobró color. Las paredes del cuarto aparecieron de un naranja brillante y un blanco resplandeciente. Las sábanas de la cama de un color beige hicieron contraste con el café de la alfombra y de los muebles de pino. El sonido de los pájaros se hizo presente en combinación con el sonar de los motores de los carros que estaban a punto de arrancar hacia diferentes direcciones conforme a los oficios de sus dueños. Ella abrió los ojos. Los talló con las palmas de sus manos. Estaba tranquila, aunque en el fondo la incertidumbre del futuro le carcomía las entrañas. Lo sabía, la falta en la junta de ese día le costaría el trabajo, con que no le afectara en su experiencia laboral. De repente, recordó el sueño que había tenido una noche antes. Dio un brinco y salió de la cama. A su lado no había nadie, sólo la almohada que había estado abrazando durante toda la noche. Pequeñas gotas de sudor recorrieron su cuello, estaba desconcertada y deprimida, ojalá y hubiera sido realidad. Con una mirada recorrió toda la habitación. En el sillón cerca de la cama no estaba su ropa, tampoco en el suelo. Buscó la puerta del baño, pero tampoco había baño. Le pareció extraño que en lo que parecía un hotel tan lujoso no hubiera una televisión ni ningún tipo de adorno. Caminó a la ventana. Fuera había un jardín por donde caminaban varias personas. Sin embargo, ninguna de ellas le llamó la atención, debían de ser los empleados porque iban uniformados con ropas de un color azul cielo muy lindo. De nuevo, se dispuso a encontrar su teléfono celular y su ropa, tenían que estar debajo de la cama o entre las sábanas destendidas. Nada. Su ropa no estaba en la cama. Sus cosas no estaban debajo de esta. La frustración le subió al rostro que se tornó rojizo. ¿Dónde las había dejado? Suspiró. Trató de guardar la calma para disponerse de nuevo a buscar su celular y así llamarle a alguien que fuese a buscarla. De repente, alguien tocó a su habitación y abrió la puerta. Era una chica vestida con uno de esos trajes azules. Le pareció una falta de respeto que se introdujera en su cuarto de esa manera. Pero, bueno, al menos podría preguntarle si de casualidad ella había entrado en su habitación por la noche llevándose su ropa para lavarla o algo por el estilo. Estaba a punto de hablar, cuando la chica le sonrió y le entregó dos pastillas. Una de color azul y otra verde. La observó y le preguntó qué eran aquellos medicamentos. Sólo había bebido un poco la noche anterior, y ahora no entendía nada. Preguntó por su ropa, por el teléfono, por la ubicación en la que se encontraba. La chica le sonrió de nuevo, dio un paso hacia ella y le dio un beso en la mejilla. Le sujetó una de sus manos y le entregó las pastillas. “Toma tu medicamento, por favor, hoy vendré por ti al mediodía, quiero llevarte a un lugar especial”, le dijo antes de cerrar la puerta de la habitación. Posterior, debajo de la puerta le arrojó un periódico para que lo leyera. Lo levantó del suelo, le echó una mirada al título y a la imagen. Lo comprendió todo. Ella lo sabía, no debió de haber bebido tanto esa noche, mucho menos conducir por caminos que le eran desconocidos. Se sentó en la orilla de la cama y continuó leyendo. A su mente llegaron miles de imágenes de aquel día, el accidente, el despertar en el hospital, su aparente pérdida de memoria y sus constantes alucinaciones. Bajó la mirada. Su ropa blanca estaba un poco arrugada. Tendría que arreglarse para salir con la enfermera. Apretó con fuerza las pastillas que tenía en su mano, buscó la botella de agua debajo de la cama, seguido de esto se las tomó. Esa noche sí había estado alguien en su habitación, la sombra de su cordura, el reflejo de quién había sido, el alma que más la había amado. Lloró en silencio, y como nunca antes le había sucedido, añoró el calor de un sorbo de tequila para ahogar el sufrimiento.

Transbordo (Dimitri Ives)

 

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Un cristal lo separaba del mundo real, del universo en movimiento. No recordaba la primera vez que había colocado su cabeza en un trozo de vidrio. Pero sí estaba seguro de la primera vez que había soñado mientras recargaba su cabeza en el cristal. Era como si se hubiese desconectado de la realidad para imaginar posibilidades infinitas de lo que pudiera ser, pero que jamás sería.
A través de esa barrera transparente y nítida asimilaba un montón de imágenes que siempre eran iguales, o al menos, parecidas. Un árbol a punto de derrumbarse ya fuera por plaga, sequía o incendio. Un poste de luz tan inclinado que simulara estar a punto de recostarse sobre el asfalto de la calle. La tienda de fulanito con una fachada repleta de grafitis sin sentido. La señora regordeta de cabello negro lacio en la parada del camión con un rostro de pocos amigos. El perrito callejero que se escondía entre los huecos de la barda de la unidad deportiva.
Días repletos de luz, infiernos calurosos en los que la gente sudaba y desprendía un olor agrio y molesto. Otros, a media luz con nubes cubriendo el cielo, mientras la gente andaba con un paraguas en mano y una chaqueta en la otra. Olores a perfume e incienso, comida y desagüe, humo y flores; mas, adentro de aquel cristal sólo existía el hedor a desconocidos, un hedor penetrante a mugre y trabajo, menstruación y orina, desodorante barato y sudor con aceite. Fragancias que, sin quererlo, lo unían con otros, lo hacían parte de su realidad.
Esa mañana había salido con dirección a un barrio desconocido para él. Subió en un camión color rojo y con asientos grises. Caminó hasta el fondo y tomó asiento junto a la ventana. En sus manos tenía el teléfono celular, abrió una aplicación y colocó la alarma de notificación de parada.
No sabía a dónde se dirigía, eso era cierto. Sin embargo, en el fondo era un camino que siempre tuvo la ilusión de recorrer solo. Acompañado únicamente de la música que resonaba en sus oídos, primero una melodía tranquila y melancólica, para después finalizar con un ritmo rudo y acelerado.
Conforme recorría las calles pensaba en las veces que había hecho recorridos similares. Trataba de reflexionar, sentir todo lo que le rodeaba, pero había tantos momentos que lo único que le recordaban eran sus ganas de huir, querer escapar de la enajenación.
En su pecho sentía un hueco que lo consumía. De nuevo se estaba aferrando a la angustia. No estaba seguro de qué pasaría después, quería que ella no se fuera de su lado. La incertidumbre le hacía cuestionarse si ella todavía deseaba saber de él, o si simplemente se iría como todas las personas a las que había querido en su vida.
Su pie comenzaba a denotar esa ansiedad. Golpecitos contra el suelo del camión. Los dedos de sus manos tamborileando en la mezclilla de su pantalón. La respiración acelerada. Ardor en el estómago. Grandes suspiros. Ojos cristalinos a punto de inundar sus mejillas. Pensamientos por aquí y más allá. Trataba de convencerse de que las flores no crecerían más. El café al despertar ya no lo embriagaba como antes. Ella pasaría a ser parte de los sueños inconclusos en los que el rostro se va a desdibujando hasta perder forma y contorno, sería la sombra mal trazada al pronunciar su nombre.
Él tendría que aprender a ver a través de la ventana sin buscar su reflejo, sin esperar encontrarla al final del viaje. Ella se convertiría en el recuerdo que lo atormentaría por los siguientes meses. Él se daría por vencido, se desvanecería entre palabras no dichas y botellas de alcohol vacías.
¿Para qué albergar ilusiones o sueños donde solo quedaba oscuridad? Ya no se trataba de luchar, de querer volver y sujetar. Era momento de lanzarse al vacío, caer en cuenta de que ningún sueño se hacía realidad.
¿Y que hablar de perder? No se podía perder aquello que nunca se tuvo. Esto aplicaba para ella y su sonrisa. Lo mismo para sus sueños y perspectivas de vida.
Ya no quedaba nada más. El viaje estaba llegando a su final. Los ecos eran eso, palabras en el viento que nunca se atraparán. Palabras del pasado perdidas en el viento.

Saltar un perro, saltar al precipicio (David Trozos)

 

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Esa mañana me desperté más temprano que de costumbre. Un día antes se me había ocurrido la idea de salir a caminar a los alrededores de mi casa. Una serie de caminos pedregosos y solitarios me rodeaban. Brechas de tierra suelta, cercas de alambre de púas y una que otra araña juguetona en el pastizal. Ese día el sol se encargaría de quemar cada parte de mi ser, centímetro a centímetro, así como las moléculas de polvo cubrían mis pies con cada paso torpe que las invocaba cuales torbellinos. Llevaba conmigo únicamente una mochila negra. Dentro de esta cargaba con una botella de agua y otra de tequila, un lonche de jamón, mi libro favorito y una cajetilla de cigarros. Sin embargo, en mi mente el pensamiento de que había olvidado algo importante se repetía constantemente. ¿Se trataba de un augurio?, ¿un presentimiento?, ¿o de la ansiedad que me consumía? Luego de caminar por una hora, me topé con un árbol de mezquite tan enorme que proyectaba una sombra acogedora. Me acerqué hasta llegar debajo de él, elegí el lugar más apropiado y me senté. Coloqué a un lado mi mochila y saqué la cajetilla de cigarros. La extrañaba, esa era la única razón por la que caminaba sendero tras sendero. La buscaba en los lugares que sabía que no podría encontrarla. Fumar ya no era un placer, sino la rutina que había heredado de mi relación con ella. Primero era un cigarrillo, ahora es una cajetilla por día. Un cigarro al despertar, sobre la cama las cenizas manchan la almohada. Otro después de desayunar, humo que ahoga la cocina. Uno más en el transcurso al trabajo, quemadura en el labio inferior. Este día, la mañana sería un obsequio de mí para mí. Necesitaba despejar la mente. Ponerla en blanco. Recordar quién era y qué era lo que quería apenas hacía unos cuantos meses. Un árbol, un buen libro y un brindis para olvidar. Mi reloj marcaba las nueve de la mañana en punto. A esa hora, ella estaría llegando a la oficina. En ese instante yo debería de estar firmando un contrato para el trabajo de mis sueños. En cambio, mi corazón y mente me trajeron a un lugar alejado, a renunciar a todo y a querer seguir sin nada. Ella se fue sin dejar explicación, pero ya lo esperaba. Todo era tan similar a leer un libro: lo abres, te encariñas con él, aunque al final sabes que habrá de terminar en algún momento. Ya no tengo que mirar atrás. Los pasos que doy van más allá de lo que puedo esperar de los vagos recuerdos e ilusiones. Frente a mí, observé que todo el camino estaba repleto de cascajo. A lo mejor y pronto habrían de pavimentar el lugar. O, tal vez, el proyecto quedaría incompleto, como esas historias que nunca se terminan de escribir. Las piedras eran entre grisáceas y negras. Además, había uno que otro fragmento de cantera rosada. No obstante, más allá de esto no se podía encontrar nada interesante. Este camino era uno de esos rincones olvidados por las personas e incluso por el mismo demonio. El celular comenzó a vibrar. En la pantalla percibí un número “desconocido” que conocía muy bien. Era ella. No me era extraño recibir llamadas suyas en los momentos menos apropiados. Siempre adivinaba lo que pasaba por mi mente. Por mi parte, destapé la botella de tequila y bebí un trago por cada segundo que la pantalla del teléfono se alumbraba con su número. El líquido quemaba toda mi garganta hasta llegar al estómago. Su trayecto se sentía caliente con el sabor a agave que contenía uno que otro toque de madera. Quería responder a su llamada, hacerle saber que aquí estaba para ella. Sin embargo, algo había cambiado cuando dijo que me quería, pero no quería nada de mí. Mi amor para ella era como un chocolate, a ella le encantaba el chocolate, pero sólo lo aceptaba cuando ella lo deseaba, el resto del tiempo fingía odiarlo y prefería las paletas de tamarindo. Encendí otro cigarrillo. La punta transmutó hasta hacerse negra con toques grises y blancos cubriendo lo naranja de la llama. Mis dedos olían a tabaco, mi ropa apestaba a nicotina. Por más que me lavara, mi cuerpo ya tenía un hedor característico, el de la soledad y el vacío. Presté un poco más de atención a mi alrededor, percibí la estridulación de un grillo que estaba cerca mío. Estridente y estridulación, palabras que aprendí en primaria cuando un maestro me regañó por decir que un grillo cantaba cuando ni siquiera cuerdas vocales tenía. Pequeños recuerdos sin sentido y que a nadie le interesan. No obstante, son de esas cosas innecesarias de las cuales no nos podemos desprender ni con el pasar de los años. No me gusta el sonido de los grillos. Es el eco de un timbre que te puede volver loco. Nadie estaría feliz de escuchar ese chillido por más de veinticuatro horas seguidas. Al igual que nadie, por más amigo tuyo que sea, sería capaz de aguantar tu llanto por días seguidos cada que te parten el corazón por las malas decisiones que tomas. Yo siempre me consideré un artista de vocación. Desde pequeño me di cuenta de que poseía una sensibilidad algo elevada en comparación con otros compañeros de mi edad. Amaba el color de las flores, la textura de las rocas, el olor de la comida y el trinar de las aves. Amaba lo que estos pequeños detalles me hacían sentir, lo que provocaban en mí. Pero nunca, nunca me gustó el sonido de los grillos… y, en ocasiones, ella era como un grillo que me sacaba de mis casillas, me frustraba, me molestaba con su indecisión, me lastimaba al entrar desde mis oídos hasta el corazón. Estar sentado a la sombra de un árbol anteriormente podía ser una de las mejores sensaciones. Pero, ahora no paso de lamentarme y pensar en ella. En sus caricias, en su rostro, en su cuerpo. En su piel blanca y las pecas de su rostro. En lo rojizo de sus cabellos. En mi deseo de tenerla y entregarle todo de mí, así como en las novelas románticas del siglo XIX. El cigarrillo se apagó sin siquiera terminarlo. Lo observé. Era mi representación más exacta. Un cigarrillo que todavía tiene mucho por ofrecer, pero que ahora se encuentra apagado y sin la esperanza de que nadie le dé fuego. Vi un perro caminar hacia mí. Se acercó a pasos lentos, cortos, con la mirada fija en la mía. Se trataba de un ejercicio de confianza. Por fin, cuando estuvo cerca mío, me olfateó en un intento de descubrir mis intenciones. Agitó su cola de un lado a otro, se sentía bien en mi compañía, pasé el primer filtro. Acaricié su pelaje. Observé su mirada tierna, de consolación. Encontró en mí al amigo que antes no había descubierto en nadie más. Con su lengua lamió mi mano. Yo le di mi lonche de jamón, a él le haría más provecho que a mí. Recuerdo cuando la miré por primera vez. En esa época yo era un hombre completo, con expectativas y esperanzas. No necesitaba nada más que una cámara, una pluma y un trozo de papel. Un hombre puede ser feliz con tan poco, pero pocas veces se conforma con ello, o al menos no se da cuenta de esto. Ella caminaba por la misma acera que yo. Tenía la mirada fija en su teléfono celular. Nada lograba captar su atención. Su rostro poseía una mueca lastimera, ¿preocupación?, ¿tristeza?, ¿decepción? Era una mujer muy hermosa, lástima que se le veía tan absorta e indiferente a lo que pasaba a su alrededor. Detuve mi caminar. A una distancia prudente pude observar cómo era que ella tropezaba con un brinco que yacía sobre la banqueta. Su celular salió volando hacia la calle y la botella de agua que llevaba en la otra rodó hasta mí. La levanté y me acerqué a ella con el pretexto de entregársela. Su piel blanca se tornó rosada. Sus oídos se veían rojizos. La mueca de su cara, el reflejo de la pena. Le sonreí. “¿Estás bien?”, pregunté cortésmente. Ella asintió. Agarró su botella y checó su celular. Pese a la caída, estaba prácticamente intacto. Sentí su lengua por todo mi rostro. Desperté en ese mismo instante, todo fue un sueño, el de un viejo recuerdo que no habré de recuperar, y que cada vez que lo invocó pierde una parte de sí. El perro me veía atento. Esperaba una respuesta de mi parte. Quería mi atención. Lo abracé y comencé a contarle mis penas. Me sentía como si fuera el cochero del que hablaba Antón Chéjov en su cuento “La tristeza”. Hombre lastimero que busca el consuelo y la escucha de una persona. Sin embargo, la empatía la recibe de un animal que es el único capaz de prestarle su atención y cariño. ¿Hace cuanto mi pecho grita su nombre con dolor?, ¿hace cuánto tiempo no sé cómo deshacerme de la necesidad de verla, tocarla, sentirla?, ¿hace cuánto me perdí tratando de buscarla?, ¿hace cuánto estoy huyendo de ella y de mí?, ¿hace cuánto deseaba que se fuera para irme a su vez? Tomé un trago de tequila. Encendí otro cigarro. Mis pensamientos giraban en torno a dos cosas que ocupaban mi cabeza: el anhelo de encontrarla y el deseo de morir. El primero resultaba más difícil de llevar a cabo que el segundo. No obstante, para el segundo no tenía las agallas. “Trato de adormecer eso que atormenta mi pecho”, le dije al cachorro. Él me miró con esos ojos inocentes que sólo pueden encontrarse en los animales. Se acurrucó cerca mío y fingió dormir. Mi celular se alumbró de nuevo. Era ella. De nuevo. Cuando era un niño, mi padre solía decir que uno nunca debía pasar por encima de un perro porque eso provocaría que uno perdiera su camino. Era un hombre que se sugestionaba fácilmente. Creía en tantos augurios que yo lo juzgaba de loco. Así que, en la rebeldía adolescente llegué a saltar sobre muchos perros. Una y otra vez. Era mi manera de desafiar ese destino imposible de evadir. Mi padre cuando me veía me regañaba, me gritaba un montón de cosas. Era su manera de preocuparse por mí, al menos era lo que decía él. Me tomé el resto del tequila que quedaba en la botella. Encendí otro cigarrillo. Lágrimas caían silenciosas, unas sobre el pelaje de mi nuevo amigo, otras, sobre la tierra en la que me encontraba sentado. La culpa no era de ella. Ni de la casualidad de habermela encontrado. El problema siempre fui yo con mi dependencia y apego emocional que surgían igual de rápido que este vacío que me hace sentir cada vez más miserable. Ese día no tuve miedo. Le pedí su número de teléfono. La invité a salir. Pasados los días tomamos un café juntos. Las noches se convirtieron en un constante intercambio de pensamientos. Hasta que ella decidió, lo eligió a él sobre mí. Aunque la psicóloga dice que no debo tomarlo personal, que no fue sobre mí, sino porque cada quién es diferente y esa diferencia era lo que ella estaba buscando para complementarse. Salté una y otra vez sobre distintas posibilidades. Hice miles y millones de malabares para que ella se fijara en mí. Le entregué de todo. El error fue estar siempre disponible, cuando no se trataba de nosotros, sino de lo que ella necesitaba. Cada que saltaba tratando de sujetarla, me perdía a mí mismo y no me daba cuenta de ello. Un mareo entorpeció mis movimientos. Me levanté como pude. Mi amigo peludo levantó la cabeza hacia mí. Una tonta idea se apoderó de mi mente. ¿Y si lo brincaba como lo hacía con otros perros en mi infancia? Lo salté. El perro me miró asustado, creyó que lo lastimaría. De pronto, corrió a lo largo del sendero hasta que lo perdí de vista, se había escondido. Yo, tambaleante, comencé a caminar sin rumbo. Bajo aquel mezquite dejé mis pertenencias. Ya no quería saber nada de lo que me rodeaba. Esa mañana le haría frente a mi destino. Caminé y caminé. Entre más se acercaba la hora del mediodía, el sol era cada vez más insoportable. Un amigo en el trabajo me había comentado que para una persona que sufre de depresión es recomendable que salga a la luz solar para recibir vitamina D que le ayudará en su producción de dopamina. ¿Verdad? ¡Mentira! Al menos en mi caso. No importaba el sol, el aire o las estrellas. Lo mismo me daba el polvo de esta caminata que el de la ceniza de los cigarros en las sábanas de la cama. Mis ganas de llorar eran cada vez más difíciles de ignorar. Lloraba en la ducha, al acostarme a dormir, al despertar, mientras preparaba la comida, cuando me dirigía al trabajo, al pensar en ella y al escribirle un mensaje, lloraba con la psicóloga y con mis amigos, con desconocidos y familiares. Seguido del llanto llegaban las ganas de tomar. De adormecer mi cuerpo y mis sentidos. Una cerveza siempre me llevaba a otra. Esa otra me llevaba a una más y así hasta que terminaba tirado en el suelo vomitando o a punto de hacerlo. En una fracción de segundo pisé mal una piedra. Me torcí el tobillo y caí. Frente a mí estaba un puente y bajo este un barranco que desembocaba en un río. Me levanté como pude. Me paré sujetado de la barandilla de protección. Salté. Brinqué al vacío, por fin había encontrado el camino de regreso a casa, a la tranquilidad que tanto anhelaba. Quizá salté tantos perros en mi infancia y por eso el destino se había aferrado en hacerme perder el camino cuando me crucé con la mirada de aquella mujer pasajera. Pagué mi rebeldía con mi falta de ganas por vivir. Y, allá, bajo el mezquite, un perro miraba concentrado la pantalla de un teléfono que se alumbró con un mensaje: “te quiero, quiero verte, por favor”.