Saltar un perro, saltar al precipicio (David Trozos)

 

Créditos de imagen: Pixabay

 
Esa mañana me desperté más temprano que de costumbre. Un día antes se me había ocurrido la idea de salir a caminar a los alrededores de mi casa. Una serie de caminos pedregosos y solitarios me rodeaban. Brechas de tierra suelta, cercas de alambre de púas y una que otra araña juguetona en el pastizal. Ese día el sol se encargaría de quemar cada parte de mi ser, centímetro a centímetro, así como las moléculas de polvo cubrían mis pies con cada paso torpe que las invocaba cuales torbellinos. Llevaba conmigo únicamente una mochila negra. Dentro de esta cargaba con una botella de agua y otra de tequila, un lonche de jamón, mi libro favorito y una cajetilla de cigarros. Sin embargo, en mi mente el pensamiento de que había olvidado algo importante se repetía constantemente. ¿Se trataba de un augurio?, ¿un presentimiento?, ¿o de la ansiedad que me consumía? Luego de caminar por una hora, me topé con un árbol de mezquite tan enorme que proyectaba una sombra acogedora. Me acerqué hasta llegar debajo de él, elegí el lugar más apropiado y me senté. Coloqué a un lado mi mochila y saqué la cajetilla de cigarros. La extrañaba, esa era la única razón por la que caminaba sendero tras sendero. La buscaba en los lugares que sabía que no podría encontrarla. Fumar ya no era un placer, sino la rutina que había heredado de mi relación con ella. Primero era un cigarrillo, ahora es una cajetilla por día. Un cigarro al despertar, sobre la cama las cenizas manchan la almohada. Otro después de desayunar, humo que ahoga la cocina. Uno más en el transcurso al trabajo, quemadura en el labio inferior. Este día, la mañana sería un obsequio de mí para mí. Necesitaba despejar la mente. Ponerla en blanco. Recordar quién era y qué era lo que quería apenas hacía unos cuantos meses. Un árbol, un buen libro y un brindis para olvidar. Mi reloj marcaba las nueve de la mañana en punto. A esa hora, ella estaría llegando a la oficina. En ese instante yo debería de estar firmando un contrato para el trabajo de mis sueños. En cambio, mi corazón y mente me trajeron a un lugar alejado, a renunciar a todo y a querer seguir sin nada. Ella se fue sin dejar explicación, pero ya lo esperaba. Todo era tan similar a leer un libro: lo abres, te encariñas con él, aunque al final sabes que habrá de terminar en algún momento. Ya no tengo que mirar atrás. Los pasos que doy van más allá de lo que puedo esperar de los vagos recuerdos e ilusiones. Frente a mí, observé que todo el camino estaba repleto de cascajo. A lo mejor y pronto habrían de pavimentar el lugar. O, tal vez, el proyecto quedaría incompleto, como esas historias que nunca se terminan de escribir. Las piedras eran entre grisáceas y negras. Además, había uno que otro fragmento de cantera rosada. No obstante, más allá de esto no se podía encontrar nada interesante. Este camino era uno de esos rincones olvidados por las personas e incluso por el mismo demonio. El celular comenzó a vibrar. En la pantalla percibí un número “desconocido” que conocía muy bien. Era ella. No me era extraño recibir llamadas suyas en los momentos menos apropiados. Siempre adivinaba lo que pasaba por mi mente. Por mi parte, destapé la botella de tequila y bebí un trago por cada segundo que la pantalla del teléfono se alumbraba con su número. El líquido quemaba toda mi garganta hasta llegar al estómago. Su trayecto se sentía caliente con el sabor a agave que contenía uno que otro toque de madera. Quería responder a su llamada, hacerle saber que aquí estaba para ella. Sin embargo, algo había cambiado cuando dijo que me quería, pero no quería nada de mí. Mi amor para ella era como un chocolate, a ella le encantaba el chocolate, pero sólo lo aceptaba cuando ella lo deseaba, el resto del tiempo fingía odiarlo y prefería las paletas de tamarindo. Encendí otro cigarrillo. La punta transmutó hasta hacerse negra con toques grises y blancos cubriendo lo naranja de la llama. Mis dedos olían a tabaco, mi ropa apestaba a nicotina. Por más que me lavara, mi cuerpo ya tenía un hedor característico, el de la soledad y el vacío. Presté un poco más de atención a mi alrededor, percibí la estridulación de un grillo que estaba cerca mío. Estridente y estridulación, palabras que aprendí en primaria cuando un maestro me regañó por decir que un grillo cantaba cuando ni siquiera cuerdas vocales tenía. Pequeños recuerdos sin sentido y que a nadie le interesan. No obstante, son de esas cosas innecesarias de las cuales no nos podemos desprender ni con el pasar de los años. No me gusta el sonido de los grillos. Es el eco de un timbre que te puede volver loco. Nadie estaría feliz de escuchar ese chillido por más de veinticuatro horas seguidas. Al igual que nadie, por más amigo tuyo que sea, sería capaz de aguantar tu llanto por días seguidos cada que te parten el corazón por las malas decisiones que tomas. Yo siempre me consideré un artista de vocación. Desde pequeño me di cuenta de que poseía una sensibilidad algo elevada en comparación con otros compañeros de mi edad. Amaba el color de las flores, la textura de las rocas, el olor de la comida y el trinar de las aves. Amaba lo que estos pequeños detalles me hacían sentir, lo que provocaban en mí. Pero nunca, nunca me gustó el sonido de los grillos… y, en ocasiones, ella era como un grillo que me sacaba de mis casillas, me frustraba, me molestaba con su indecisión, me lastimaba al entrar desde mis oídos hasta el corazón. Estar sentado a la sombra de un árbol anteriormente podía ser una de las mejores sensaciones. Pero, ahora no paso de lamentarme y pensar en ella. En sus caricias, en su rostro, en su cuerpo. En su piel blanca y las pecas de su rostro. En lo rojizo de sus cabellos. En mi deseo de tenerla y entregarle todo de mí, así como en las novelas románticas del siglo XIX. El cigarrillo se apagó sin siquiera terminarlo. Lo observé. Era mi representación más exacta. Un cigarrillo que todavía tiene mucho por ofrecer, pero que ahora se encuentra apagado y sin la esperanza de que nadie le dé fuego. Vi un perro caminar hacia mí. Se acercó a pasos lentos, cortos, con la mirada fija en la mía. Se trataba de un ejercicio de confianza. Por fin, cuando estuvo cerca mío, me olfateó en un intento de descubrir mis intenciones. Agitó su cola de un lado a otro, se sentía bien en mi compañía, pasé el primer filtro. Acaricié su pelaje. Observé su mirada tierna, de consolación. Encontró en mí al amigo que antes no había descubierto en nadie más. Con su lengua lamió mi mano. Yo le di mi lonche de jamón, a él le haría más provecho que a mí. Recuerdo cuando la miré por primera vez. En esa época yo era un hombre completo, con expectativas y esperanzas. No necesitaba nada más que una cámara, una pluma y un trozo de papel. Un hombre puede ser feliz con tan poco, pero pocas veces se conforma con ello, o al menos no se da cuenta de esto. Ella caminaba por la misma acera que yo. Tenía la mirada fija en su teléfono celular. Nada lograba captar su atención. Su rostro poseía una mueca lastimera, ¿preocupación?, ¿tristeza?, ¿decepción? Era una mujer muy hermosa, lástima que se le veía tan absorta e indiferente a lo que pasaba a su alrededor. Detuve mi caminar. A una distancia prudente pude observar cómo era que ella tropezaba con un brinco que yacía sobre la banqueta. Su celular salió volando hacia la calle y la botella de agua que llevaba en la otra rodó hasta mí. La levanté y me acerqué a ella con el pretexto de entregársela. Su piel blanca se tornó rosada. Sus oídos se veían rojizos. La mueca de su cara, el reflejo de la pena. Le sonreí. “¿Estás bien?”, pregunté cortésmente. Ella asintió. Agarró su botella y checó su celular. Pese a la caída, estaba prácticamente intacto. Sentí su lengua por todo mi rostro. Desperté en ese mismo instante, todo fue un sueño, el de un viejo recuerdo que no habré de recuperar, y que cada vez que lo invocó pierde una parte de sí. El perro me veía atento. Esperaba una respuesta de mi parte. Quería mi atención. Lo abracé y comencé a contarle mis penas. Me sentía como si fuera el cochero del que hablaba Antón Chéjov en su cuento “La tristeza”. Hombre lastimero que busca el consuelo y la escucha de una persona. Sin embargo, la empatía la recibe de un animal que es el único capaz de prestarle su atención y cariño. ¿Hace cuanto mi pecho grita su nombre con dolor?, ¿hace cuánto tiempo no sé cómo deshacerme de la necesidad de verla, tocarla, sentirla?, ¿hace cuánto me perdí tratando de buscarla?, ¿hace cuánto estoy huyendo de ella y de mí?, ¿hace cuánto deseaba que se fuera para irme a su vez? Tomé un trago de tequila. Encendí otro cigarro. Mis pensamientos giraban en torno a dos cosas que ocupaban mi cabeza: el anhelo de encontrarla y el deseo de morir. El primero resultaba más difícil de llevar a cabo que el segundo. No obstante, para el segundo no tenía las agallas. “Trato de adormecer eso que atormenta mi pecho”, le dije al cachorro. Él me miró con esos ojos inocentes que sólo pueden encontrarse en los animales. Se acurrucó cerca mío y fingió dormir. Mi celular se alumbró de nuevo. Era ella. De nuevo. Cuando era un niño, mi padre solía decir que uno nunca debía pasar por encima de un perro porque eso provocaría que uno perdiera su camino. Era un hombre que se sugestionaba fácilmente. Creía en tantos augurios que yo lo juzgaba de loco. Así que, en la rebeldía adolescente llegué a saltar sobre muchos perros. Una y otra vez. Era mi manera de desafiar ese destino imposible de evadir. Mi padre cuando me veía me regañaba, me gritaba un montón de cosas. Era su manera de preocuparse por mí, al menos era lo que decía él. Me tomé el resto del tequila que quedaba en la botella. Encendí otro cigarrillo. Lágrimas caían silenciosas, unas sobre el pelaje de mi nuevo amigo, otras, sobre la tierra en la que me encontraba sentado. La culpa no era de ella. Ni de la casualidad de habermela encontrado. El problema siempre fui yo con mi dependencia y apego emocional que surgían igual de rápido que este vacío que me hace sentir cada vez más miserable. Ese día no tuve miedo. Le pedí su número de teléfono. La invité a salir. Pasados los días tomamos un café juntos. Las noches se convirtieron en un constante intercambio de pensamientos. Hasta que ella decidió, lo eligió a él sobre mí. Aunque la psicóloga dice que no debo tomarlo personal, que no fue sobre mí, sino porque cada quién es diferente y esa diferencia era lo que ella estaba buscando para complementarse. Salté una y otra vez sobre distintas posibilidades. Hice miles y millones de malabares para que ella se fijara en mí. Le entregué de todo. El error fue estar siempre disponible, cuando no se trataba de nosotros, sino de lo que ella necesitaba. Cada que saltaba tratando de sujetarla, me perdía a mí mismo y no me daba cuenta de ello. Un mareo entorpeció mis movimientos. Me levanté como pude. Mi amigo peludo levantó la cabeza hacia mí. Una tonta idea se apoderó de mi mente. ¿Y si lo brincaba como lo hacía con otros perros en mi infancia? Lo salté. El perro me miró asustado, creyó que lo lastimaría. De pronto, corrió a lo largo del sendero hasta que lo perdí de vista, se había escondido. Yo, tambaleante, comencé a caminar sin rumbo. Bajo aquel mezquite dejé mis pertenencias. Ya no quería saber nada de lo que me rodeaba. Esa mañana le haría frente a mi destino. Caminé y caminé. Entre más se acercaba la hora del mediodía, el sol era cada vez más insoportable. Un amigo en el trabajo me había comentado que para una persona que sufre de depresión es recomendable que salga a la luz solar para recibir vitamina D que le ayudará en su producción de dopamina. ¿Verdad? ¡Mentira! Al menos en mi caso. No importaba el sol, el aire o las estrellas. Lo mismo me daba el polvo de esta caminata que el de la ceniza de los cigarros en las sábanas de la cama. Mis ganas de llorar eran cada vez más difíciles de ignorar. Lloraba en la ducha, al acostarme a dormir, al despertar, mientras preparaba la comida, cuando me dirigía al trabajo, al pensar en ella y al escribirle un mensaje, lloraba con la psicóloga y con mis amigos, con desconocidos y familiares. Seguido del llanto llegaban las ganas de tomar. De adormecer mi cuerpo y mis sentidos. Una cerveza siempre me llevaba a otra. Esa otra me llevaba a una más y así hasta que terminaba tirado en el suelo vomitando o a punto de hacerlo. En una fracción de segundo pisé mal una piedra. Me torcí el tobillo y caí. Frente a mí estaba un puente y bajo este un barranco que desembocaba en un río. Me levanté como pude. Me paré sujetado de la barandilla de protección. Salté. Brinqué al vacío, por fin había encontrado el camino de regreso a casa, a la tranquilidad que tanto anhelaba. Quizá salté tantos perros en mi infancia y por eso el destino se había aferrado en hacerme perder el camino cuando me crucé con la mirada de aquella mujer pasajera. Pagué mi rebeldía con mi falta de ganas por vivir. Y, allá, bajo el mezquite, un perro miraba concentrado la pantalla de un teléfono que se alumbró con un mensaje: “te quiero, quiero verte, por favor”.