Un cuento de sirenas (Dimitri Ives)

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Me gustaría contar mi historia antes de subir a lo que será, o pretendo que sea, mi última embarcación. La vida del marinero no es nada fácil. Desde pequeño he sido un hombre de mar, aprendiendo a la fuerza los obstáculos de esta vida.Mi padre tenía un pequeño barco. Se dedicaba a la pesca y venta de animales exóticos. Fue así como conoció a mi madre, una sirena de agua dulce, conocida como Prahara. Sirena de cabello ondulado y resplandeciente como los rayos de sol, ojos cuales perlas, y voz hechicera. Se dice que ella es de las sirenas que vagan por los arroyos cercanos al mar, apareciéndosele a los hombres cuya agonía embarga sus pechos. Los enamora, los hechiza, los abandona. La historia con mi padre no fue muy distinta que digamos. La conoció en enero, un día dieciséis para ser precisos. Simón era un marinero coqueto, el galán que destrozaba corazones a lo largo del océano, pero que al verla quedó completamente enamorado. Entre un ir y venir de las olas que chocaban en la madera crujiente de su barco, le prometió amor eterno si ella así lo deseaba. Mi madre, la sirena, sonrió complacida. Aceptó su promesa de amor y a cambio le pidió un mechón de cabello. Pasaron seis lunas llenas, para que ella diera a luz a un bello niño con cabello rubio y rizado, mi nombre es Caleb, el elegido para ir a la tierra prometida. El amor entre mis padres se sentía como una ráfaga de viento y un montón de truenos que terminarían en tempestad. Prahara se alimentaba de la agonía y la desesperación de mi padre, lo quería ver alejado de todo aquello que le pudiese dar un poco de tranquilidad. Lo separó de su familia y demás compañeros, lo hizo vivir únicamente para ella y para que alimentase sus necesidades. Una lágrima, una señal más de control. Una discusión, un pretexto más para quedarse. Un amor disfrazado de un día sí, pero al siguiente día un no. Ir y venir de emociones sofocantes. Belleza, posesión, cadenas, la marea alta. Mi padre repetía que una ola nunca viene sola. Tarde o temprano lo que parecía ser una llovizna tras otra en su relación, terminó por ser un huracán que lo arrancó de la realidad. Mi madre desapareció, se esfumó, así como había aparecido. Fue su venganza por la coquetería de mi padre y sus malas decisiones del pasado. Un castigo eterno. A partir de ahí, él se hizo cargo de mí hasta morir. Me instruyó para navegar, hacer guardia en la proa, eliminar el óxido y pintar las laterales del barco, pero sobretodo me enseñó a nadar cuesta arriba. Hoy quiero contar mi historia, porque más allá de ser hijo de la tormenta y de un marinero, soy un hombre que se ha enamorado en variadas ocasiones, llevando su corazón en mano a punto de fragmentarlo para darlo a su amada. Todo comenzó con mi primer amor, mi adorada Ryba. Cuando la conocí yo no pasaba de tener diecisiete años. La seguí viento a popa. La conocí un día que me tocó vigilar los obstáculos a lo lejos. Al mirarla me quedé paralizado. Parecía una mujer de cabellos de colores, desde el rosa hasta al verde, sonreía de manera atenta a los viajeros. Mujer de muchas palabras, irradiaba tantos sentimientos que con sólo admirarla quería ponerle todo a sus pies. Necesitaba hablar con ella, en el fondo de mi ser quería nadar hacia su encuentro, abrazarla y llenarle su rostro de besos. Decirle las cosas más lindas del mundo. Quería ahogar mi corazón en el sonido de su risa, albergar mis ilusiones en lo blanco de su piel. Esa noche varados en el mar, me acerqué a la proa para poder conversar con ella. Fue la primera sirena que me robó el aliento. Me habló de las plantas en el mar, de los peces de colores y de la agonía de tener que vivir por siglos sola. Si tan sólo ella supiera todo lo que removió en mí, lo agitadas que dejó las aguas que componían mi pecho. Yo no quería decir nada, quería conformarme con mirarla a los ojos. Pequeños cristales cafés tan brillantes, tan sutiles. Su mirada era un abrazo de terciopelo, de los que acogen tu alma y la reconfortan, de esos que te hacen soñar y tener miles de ilusiones. “Tu pecho se acelera al verme, mañana tu respiración se cortará y tus manos sudarán, pasado me mirarás a los ojos y sonreirás sin motivo aparente. En un mes dirás que soy la sirena más hermosa, la que nadará en tu mar interior para siempre. Pero pasando tres meses habrás de sucumbir ante el encanto de la rebeldía y tendrás que dejarme ir”, confesó antes de sumergirse en la oscuridad del océano. En un abrir y cerrar de ojos perdí lo que más me llenaba el alma. Un desasosiego se hizo presente. Tomé una jarra de cerveza y comencé a beber pensando en lo que querrían decir aquellas palabras. Esa noche las estrellas se veían difusas, asustadas, temblorosas como mis manos. El único sonido que me acompañaba era el de mi corazón enamorado. Esa noche suspiré, velé por su amor, recité de memoria los versos más lindos de los poemas que sabía. Esa noche me entregué a ella entre ilusiones y gemidos, la amé con sólo observarla. A la mañana siguiente la miré de nuevo. Ella cantaba un poema desconocido para mí en ese entonces. Los versos del buen marino. Todos mis amigos gritaban sorprendidos, pero yo callaba esperando una señal suya para correr a sus brazos. Ella me observó y me dedicó una sonrisa, acercó su cuerpo al barco y me regaló una ninfa blanca. Con tan poco podemos significar tanto, pero ella no se dio cuenta de ello. Ella no sabría que después habría de partirme el corazón en dos. Le dio el sentido más bello a mi despertar, le dio calor a las aguas heladas que me rodeaban. En poco tiempo se ganó mis pensamientos. Nadé con ella, disfruté de las profundidades del océano. Recorrí tantas aguas sujeto a su aleta, al calor de su piel tan blanca como la porcelana y, ella no sabía que el corazón de un hombre podría ser tan profundo como el mar. La invité a recorrer tierra firme conmigo. Ella accedió, era de las pocas sirenas con esa habilidad. Se transformó una vez y la invité a ver las estrellas en lo más alto de una montaña. Quería que sintiera el viento, el frío sobre la piel por el soplar de las nubes. Le obsequié un tulipán y con él mis más sinceros sentimientos. Cada vez la quería más, más de lo que amaba navegar por las noches en las costas de Italia. Me visitó por repetidas ocasiones. Y con cada una de sus visitas se desprendía uno de sus mechones de cabello. Perdía parte de su encanto, aunque ante mis ojos sus defectos seguían siendo las virtudes de un amor idealizado. Cumplimos tres meses. Recordé las palabras que me dijo el día en que la conocí. El hechizo había terminado. Lo que ante mis ojos se dibujaba antes como una de las bellezas más delicadas, ahora yacía en el fondo del océano cual cerdo de mar. Se deformó hasta que ya no pude reconocerla más. Ella, conociendo la desgracia del amor que sentía hacía mí, se alejó, vertió toda su esencia para hacerme feliz y por fin, una mañana simplemente desapareció junto con los sueños de un primer amor. Conté los días después de su partida. Sujeté entre las manos mi corazón herido, lo quise vendar para sanarlo. Prometí no enamorare de nuevo, porque eso del amor es más que complicado, una serie de sensaciones que te carcomen en un frenesí de alegría y después te desploman en una agonía absoluta. Recuerdos en la oscuridad de la noche, al observar por la proa con la esperanza de encontrarla. Pasaron años, alrededor de diez, antes de que conociera otra sirena que llamase mi atención. Y, es por eso por lo que, hoy quiero contarles mi historia. Entre el ancla y el trinquete, entre el bauprés y la mesana. Un día sofocante, una mañana en la que el sol nos daba el escarmiento a nuestras conductas, yo me encontraba revisando los botes salvavidas, dando el mantenimiento a nuestra embarcación, me topé con una carta en un sobre púrpura que desprendía un olor a cerezos. Al abrirla y leerla me topé con una de las letras más hermosas que había visto yo en mi vida. Eran trazos precisos hechos con tinta morada. Pequeñas líneas que conformaban el horizonte, un punto por aquí, una frase bien escrita por acá. Con la yema de mis dedos acaricié aquellos trazos, los sentí, cerré los ojos y un aroma a mujer sofocó mis pulmones. Unas manos invisibles acariciaron mi cabello. Introdujeron sus dedos entre los rizos de mi pelo. Un tacto delicado, tierno, amoroso. Mi corazón dio un brinco y una sonrisa inexplicable se adueñó de mi rostro. Al abrir de nuevo mis ojos me topé con ella junto a una roca en el mar. Sonrió. Era una mujer muy linda. Su cabello le llegaba a la cintura, era de un color avellana claro. Su rostro estaba cubierto de pecas y sus manos tenían unos dedos pequeños, curiositos. Salté mar adentro, nadé lo más rápido que pude hacia ella. Comenzamos a hablar. Ella me tranquilizaba a la vez que me desconcentraba de todo lo demás a mi alrededor. Su voz se introducía desde mis tímpanos y se abría paso hasta lo más profundo de mi ser. Mientras me hablaba de algo que no comprendía del todo percibí un lunar que adornaba uno de sus ojos. Ella no se dio cuenta de lo que yo observaba, ni lo que en mí provocaba el reflejo de su figura. “Me llamo Lignji”, pronunció en susurro. Ecos que quebrantaron las murallas que me había interpuesto para salvaguardar mi interior. Al poco tiempo me enteraría que era la sirena calamar, conocida por ser casi tan grande como los océanos al igual que sus amores. Entre los demás marineros se corría el rumor de que cada que se enamoraba, encarnaba de ella un tentáculo nuevo que crecería al igual que su sentimiento. Me lo advirtieron. Me dijeron que tuviera cuidado con nadar entre sus mares. Pronto habría de caer ante sus mentiras. Habría de nadar directo hacia el vacío tan profundo de la soledad. Yo, en el fondo, me llené de esperanzas de querer comerme el mundo entero a su lado, no importaba que tuviera que vivir eternamente en el mar con ella, no importaba si ya no regresaba a tierra firme con tal de escuchar su voz al amanecer y antes de cerrar los ojos al dormir. Supuse que, de nuevo, el tiempo límite para amarla sería de noventa días, noventa y una noches. Tiempo que me sería suficiente para conocerla, aprender todo de ella, conocería lo que le gustara y lo que no, sabría lo necesario para poder compartir el resto de mis días a su lado. Le haría la propuesta de amor más hermosa que ella habría de recordar. A la luz de la luna cantábamos juntos, en la isla rocosa en la que vivía escribíamos coplas al viento, en el mar nadábamos pegados el uno al otro. Es tan curioso lo que el simple tacto de la persona que amas puede provocar en ti. Era feliz, maravillosamente feliz de estar a su lado, de poder mirarla recostados a la orilla del mar, de escucharla cantar mientras se arreglaba el cabello frente un espejo, al sujetarle una de sus pequeñas manos entre las mías. Era feliz con sólo saber que ella existía y que podría verla a la mañana siguiente. En el fondo los dos comenzamos a planear un futuro juntos. Hablamos de hijos, de un matrimonio, de las consecuencias de este amor inesperado. Sin embargo, pese a los planes y los sentimientos que teníamos el uno por el otro, tuvimos que decirnos adiós. Separarnos y seguir con nuestras vidas. Los problemas comenzaron cuando entre un día y otro cada uno vivía a su ritmo. Ella nadaba veloz contra la corriente, yo, por mi parte, recién y estaba conociendo aquellas aguas. Ella siempre iba a miles de metros de distancia dejándome atrás. ¿Cuándo la alcanzaría si al salir el sol sólo podía ver su figura en los recuerdos de mi alma? Ni siquiera nuestro amor era suficiente para mantenernos unidos, obligados a navegar con el andar del otro. Ella me miró con los ojos repletos de lágrimas, prometió amarme por toda la eternidad, pero teníamos que ir detrás de nuestra felicidad. Se fue sin decir más. Mi pulso se volvió torpe y lento. De repente todo se nubló, el cielo lloró a mi compás. En un instante esas ganas de recorrer los océanos se convirtieron en la perdida de fuerzas para levantarme de la cama a tomar siquiera un vaso de agua. Tardé en recuperarme de este amor. La tristeza se convirtió en mi fiel compañera por unos meses. Decidí regresar a tierra firme, aprendí el oficio de carpintero, pero esto no llenaba a mi espíritu aventurero. Así que, después de treinta años regresé a altamar. Me sentía viejo. Cansado. Mas, con el espíritu de terminar mi vida en el mar, entregarme a las olas y consagrarme para siempre a mi viejo barco y a nuevas aguas desconocidas para mí. Los días pasaban sin ninguna novedad. Me dediqué a hacer lo de siempre, pescar y elegir los mejores peces para vender en los mercados. Separar entre los regordetes y aquellos que no conservaban más allá de su esqueleto. Fue así como la conocí a ella, sin quererlo, sin pensarlo, sin desearlo, por la casualidad del destino. Mi amada Smugairle Róin. Un amor de viejos, ya no se trataba de algo carnal, sino de las conexiones del corazón. Ella vivía en una isla a la mitad de la nada. Cepillaba sus cabellos a la vez que daba a luz a hermosas medusas resplandecientes que llenaban de colores la oscuridad de la noche. Ella, por su parte, cambiaba de apariencia pasados sus períodos de hibernación. A mi padre le había escuchado, cuando me contaba cuentos de niño, que era una sirena capaz de manipular los sentimientos de las personas a su alrededor. Pero cuando me acercaba a ella veía esa luz que se desprendía de su cuerpo, de sus cabellos rojizos como el fuego. Me parecía la sirena más tierna e inocente de la tierra. Sus abrazos consumían mis ansias de morir. El calor de su cuerpo me llenaba de la energía que perdía en mi viaje por el mar. Aunque no vivíamos juntos, yo sabía que mi corazón latía por ella y que sus cantos clamaban por mí. En un ir y venir de olas mensajeras, gaviotas descansaban en proa. El amor se sentía a nuestro alrededor, una conexión que se veía en el mar y se embriagaba en la espuma que golpeaba la roca de su isla y las maderas de mi barco. Pasamos los tres meses que se convirtieron en tres años. Las preocupaciones desaparecían cuando los dos nos comprometíamos a estar para el otro, cuando nos amábamos y cuidábamos de nosotros. No obstante, una noche en que dormí lejos suyo, otro navegante la capturó, sin saber que ella no podía salir del agua. Su llanto agonizante me despertó, pero cuando fui a su encuentro ya no supe de su paradero. Navegué constante, sin descanso alguno, hasta que la encontré muerta a las orillas de Brasil. No supe cómo tomar esto. Mi pecho se encogió apretando todo a su paso: pulmones, estómago, corazón, todo. Sentí que algo explotaría provocando que me desplomara en mil pedazos, pero nada de eso sucedió. El amor más fuerte de ser mar se convirtió en desierto. Lo que creía más real, nítido y tangible se hizo arena de una orilla que no volvería a pisar. La última vez que amaría a una sirena, la última vez que navegaría definitivamente mar adentro. Y es por eso que, hoy quise contarles mi historia, la historia de tres amores que se resumen en uno. La vida de un marinero que al pescar conoció el amor de tres sirenas maravillosas, todas ellas consumidas en las caricias de la flor que nace en lo profundo del mar. Una sirena llameante que duerme en mi pecho y aparece entre sueños, que canta con voces difusas y se pinta con los colores de un amor que no puede ser, pero siempre estará. El amor que me lleva entre sueños a esperar la muerte y a no amar jamás.