La sala de espera. Maleni Cervantes

Ese día no se distinguía de ningún otro. La rutina se respiraba en el aire. Las paredes eran asombrosamente iguales, todas pintadas de color beige. Uno que otro cuadro por encima de las sillas para asistentes. Cuadros con fotografías a blanco y negro que nos transportaban a lo que figuraban los inicios de la ciudad. Al centro, una mesita de cristal con un montón de revistas de diversos temas: moda, medicina, cuidado de la piel, motocicletas. Todas ellas con fechas de tres a cinco años de anterioridad.

Entrar en la sala de espera era un viaje en el tiempo. Vivir en un pasado al que no le prestamos atención. Se trataba de un lugar tipo limbo en el que predominaba el olor a hipoclorito de sodio.

Frente a mí, estaba el escritorio de la secretaria, a ambos lados de este se encontraban dos puertas. Encima de cada una de ellas se podía leer el letrero de adscripción: “Psicólogo Méndez” y “Psiquiatra Hernández”.

Cada consultorio simulaba un calabozo del que se desprendían alaridos de dolor, palabras sin coherencia alguna. Cualquier persona que entrara en esas habitaciones terminaba por perder la poca cordura que le quedaba.

Afuera, todos permanecíamos estáticos. Temíamos dar a conocer los temores que nos aquejaban. No queríamos que nadie se diera cuenta de nuestras debilidades. Unos trataban de controlar sus nervios restregando sus manos desesperadamente mientras mantenían la mirada en alguno de los cuadros de las paredes; otros, golpeaban repetidamente el piso con la punta de sus pies, o deslizaban sus zapatos a lo largo del suelo produciendo un sonido de fricción; yo, por mi parte, miraba de un lugar a otro y prestaba atención a cualquier zumbido, en ese sitio podría avenirse cualquier tipo de desgracia.

En medio de las dos puertas de los consultorios, por encima de la secretaria, había un reloj circular con el segundero de color rojo. Daba una vuelta, después otra y otra más. No se cansaba de girar, de producir sesenta pequeños “clics” por minuto.

De repente, al igual que esos sesenta clics, recordé lo de perdonar a nuestros enemigos setenta veces siete. 490 intentos de perdón para que alguien más me mandara de nuevo a esta sala de espera, con la cabeza cabizbaja y el pulso funcionando por obligación.

Mi cita era en veinte minutos porque a un idiota se le ocurrió que sería buena idea que la gente llegara media hora antes de su turno. A lo mejor era un intento por hacer que la gente leyera toda esa recopilación de revistas viejas que no llamaban la atención ni de las personas que compran papel por kilo.

Hacía una semana que no pisaba este lugar. Frente al espejo, todos los días, di aquello que te gusta de ti. En la baldosa debajo de la mesa de cristal seguía una mancha de café desde hacía más de un mes. Comienza a amarte, de a poco. ¿Por qué si todos los días huele a limpieza extrema quedan los rastros de un pasado imperturbable?

Me aburrí. La tranquilidad sólo se veía trastornada cuando alguien gritaba dentro de los consultorios. De ahí en más, llamadas de teléfono, “sí, para la siguiente semana… tenemos a las once o a las tres de la tarde… No, ese día no vendrá el psicólogo… Déjeme le pregunto”. O el nombrar de los pacientes primero con apellido, después por nombre.

Esa mañana, sin embargo, había algo distinto. En la esquina a mi lado derecho había una máquina. Se escuchaba el gorgorear del agua, al mismo tiempo que despedía breves cantidades de humo con un sutil pero delicioso olor a café. A lado suyo, una columna de vasos de unicel, un recipiente con azúcar y un vaso con cucharas.

Por encima de la cafetera, una hoja color rosa tenía escrito un mensaje: “favor de utilizar únicamente el azúcar que desea, colocar la basura en su lugar”. Tienes que aprender a no engancharte, a dejar ir todo aquello que te lastima. ¿Y si me preparara un café bien cargado? Desde pequeño amaba los sabores amargos. No comprendía cómo había niños que preferían el sabor empalagoso de los dulces o golosinas, el azúcar me producía un asco indescriptible. Escuchar el crujir de las paletas entre los dientes de los mocosos me irrita sobremanera. Lo mismo que el degustar cualquier tipo de alimento que no sea amargo. El chocar de la lengua contra el paladar y los dientes al quitar los rastros de picante en las patatas, ¿asqueroso, no? Haz ejercicios de respiración, tienes que aprender a controlar tu ira.

En la silla a un lado de la cafetera, un hombre gordo me observaba atento. Pareciera enfurecido por el hecho de que yo veía a su fiel amante: aquella productora de cafeína. Trastorno alimenticio. Obesidad. ¿Si tú no te la crees que vales, quién lo hará por ti? El hombre traía una camisa tipo polo color verde oscuro. Pantalones de mezclilla y unos tenis negros con blanco. En su mano derecha un reloj negro que a los cinco minutos comenzó a pitar por una alarma mal seleccionada.

El sonido de dicha alarma era tan agudo que molestaba lo más profundo de mis tímpanos. Sentí cómo mis músculos faciales comenzaron a distorsionarse en cámara lenta. Primero la piel de mis sienes se restiró dando pasó a mis venas saltonas, luego el puente de una ceja a otra comenzó a unirse para fruncirse hasta formar pequeñas arrugas que se trasladaban como grietas a los lados de mi nariz y en conjunto con las de mis mejillas. Mis dientes chocaron los unos con los otros, chillidos inaudibles eran emitidos por su roce. Mis puños se cerraron cual advertencia de ataque animal.

Escribe una carta con todo lo que has callado, pero que te lastima. Saca todo eso que perturba tu interior. Di un golpe en el suelo con mi pie. De repente, todas las miradas estaban sobre mí. No obstante, lo que llamaba mi atención eran las moléculas de polvo que se desprendían de mi zapato por la acción anterior. Cerca de mí había un poco de tierra, más lejos el rastro de lodo previo y, de nuevo me intrigó ese ligero rastro de suciedad en pleno templo levantado a la pulcritud. Al menos ahora tendrían una razón visible que les hiciera notar que hacía falta limpiar.

Un día antes había llovido. Las calles eran simulacros de ríos, se inundaron las zonas que anteriormente eran el desemboque de las tormentas. Por mi casa, la basura y unas construcciones provocaron ciertas estancaciones de lodo. Pasar sobre ellas producía sonidos curiosos a mis oídos. El ruido del agua y la tierra al ser chapoteados por alguien ajeno a ellos. He ahí la razón de la tierra en mis zapatos. Trata de hacer un listado con planes a corto plazo. Planes que puedas cumplir y te ayuden a sentir mejor. Luego de lo sucedido, pensé que quizá hubiera sido bueno haberlos limpiado antes de venir a ensuciar las baldosas de colores brillantes.

Me levanté y me dirigí con la amada del gordo. Tomé un vaso y me serví un café. Ignoré las miradas de todos a mi alrededor. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Faltaban diez minutos para pasar al consultorio.

Una gota de sudor recorrió desde la frente hasta mi cuello. Fue en ese instante en el que me di cuenta de algo, ya no un dato innecesario sobre la sala de espera, sino de mí mismo. Me observé con atención. No recordaba tener una camisa tinta con tantos botones. Un pantalón de vestir negro y tenis rojos. La ropa que traía puesta me daba el toque de ser un godín en tiempo libre. Emití una breve carcajada ante semejante pensamiento.

Bebí el café sin importar el dolor que provocaba al pasar por mi garganta. Lo sentí tan refrescante que podría haber tomado al menos dos litros de ese líquido hirviendo en un instante. Aunque, en mi mente arribó un pensamiento. En una publicación de Facebook una de mis contactos decía que era recomendable beber cuatro vasos de agua por cada taza de café ingerida, esto para cuidar la piel.

Desesperado ante los cinco minutos de espera que me quedaban, me acerqué con la secretaria. Actué muy bien mi papel y me comporté como cada uno de los tipos en ese lugar.

“¿Usted cree que mi piel está descuidada? Últimamente me salen varias imperfecciones, pero pese a ello, creo que me veo bien, ¿usted qué opina?”, cuestioné a la chica. Ella respondió con un rostro distorsionado por el miedo, no sabía el por qué. Decidí ignorarlo como cada cosa en esa sala. Vi hacia donde estaba sentado. Arriba de mi silla había una gran ventana que daba vista a un edificio enorme de oficinas de comercio. Pero, bueno, regresando a la ventana, me di cuenta de que carecía de vidrio, ¡eso explicaba las corrientes de aire helado que estremecían mi cuero cabelludo!

Estábamos en un sexto piso. En contacto directo con el vacío que podría provocar una caída completamente peligrosa para un mortal. Tienes que aprender a controlar tus impulsos. Me dirigí a la ventana y asomé la cabeza por esta.

La alarma en mi teléfono me regresó a la realidad. Era hora de mi cita. Di la vuelta y antes de que pudiese dar un paso hacia el consultorio me encontré de frente con dos hombres altos observándome con atención.

Desperté de mi evasión de la realidad. A mi alrededor, no había silencio ni quietud. Gritos de horror y llanto de desesperación cubrían la atmósfera. Los sonidos de una sirena me alertaban de que algo muy horrible había pasado.

Las personas se acumulaban alrededor del edificio como hormigas ante un trozo de dulce abandonado en la acera bajo el sol. Cámaras tomando fotos, celulares grabando en directo, vecinas cuchicheando entre sí. Sonidos e imágenes que se fusionaron en el bullicio constante cual representación de un cuadro de Domenico Gargiulo, específicamente en su mercado de Nápoles.

Pero bueno, eso pasó a un plano secundario, cuando me di cuenta de que mi camisa tinta, realmente había sido blanca. El piso no tenía manchas de café, ni las paredes estaban intactas, era el color de la sangre seca y chispas de esta por doquier. Mi vuelta de ese mundo pasado había comenzado con la revista de cuidados de la piel sobre mis manos, lo recordé todo. Una vieja película a blanco y negro se transmitió en mi cabeza a una velocidad considerable. En cuestión de segundos reviví lo ocurrido por minutos. Aunque, ¿realmente cómo podemos estar seguros del tiempo si es algo que no se puede tocar? Sustantivo abstracto que trata de darle sentido a la vida del hombre, cuando dicho significado nunca ha existido realmente.

Las seis en punto, hacía media hora que debía entrar a mi consulta. No obstante, no quedaba nadie vivo a mi alrededor, o quizá los había asesinado hacía seis años, cuando el gordo voló por la ventana, la secretaria cayó al suelo con un vidrio enterrado en la yugular y el psiquiatra se retorcía entre quemaduras de tercer grado. Recuerdos entre reales e imaginarios. Precisos y deformes.

¿Sorpresa? No. ¿Destino? Tal vez. ¿Futuro? En el pabellón psiquiátrico de la prisión.

Melisa. Obra dramática en seis partes (David Trozos)

 



Camila: Me quisiste tanto que me dejaste esperando por ti sin decir ni una sola palabra. Me quisiste tanto que sólo te esfumaste y te llevaste contigo parte de mí. ¿Acaso te preguntaste cuántas noches pasé en vela por ti?

Melisa: Tú sabías que yo la amaba, y a ti te quería. No tenía por qué explicarte nada más. Intenté salvar mi relación. Tenía que alejarme, comprender qué era lo que sentía.

 

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MELISA. Obra dramática en seis partes. David Trozos 


 

Un trago más (Maleni Cervantes)

 

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La claridad del día dio paso a la oscuridad de la noche. Una tarde antes se había prometido no beber más de una copa de vino o dos cervezas. No obstante, ese día los planes cambiaron al igual que la sensación de querer adormecer cualquier recuerdo que atormentaba su mente. Hacía un mes que no la veía. La decisión no fue suya, sino de ella. No hubo una despedida, sólo el vacío provocado por su ausencia. Ya nada le parecía lo mismo. Ni el café de la mañana con su característico olor a grano tostado, ni su acostumbrado té con sabor a limón al recostarse. Esa mañana se había despertado como de costumbre, quince minutos antes de las seis. Tomó una ducha y cepilló sus dientes, revisó que todo estuviera en su lugar y que no faltara nada en su maletín. Posterior, subió en su carro y condució hacia la oficina. En la radio sonaban las noticias. Un fallecido, el aumento en los productos de la canasta básica, tres desaparecidos, la reina de belleza y su novio en Cancún, un político que discutió con otro por una nimiedad. Nada de eso le llamaba la atención, nunca le había interesado lo que pasara a su alrededor. Cambió de estación, en sus bocinas comenzó a resonar una melodía que conocía bien, la que fue testigo del comienzo de su historia, los ecos de su sonrisa le taladraron el pensamiento una y otra vez. Una pregunta surgió de repente: ¿qué habría sido de ella? El resto de la mañana transcurrió entre un mar de papeles y formatos por llenar, uno que otro oficio y correos sin sentido. Al principio de su juventud creyó que ese trabajo sería lo mejor que le pudiera pasar, un sueño hecho realidad; no obstante, ahora no pasaba de hacer todo por rutina con la amargura que se apoderaba de su pecho sofocandola una vez más. Su jefe le comentó que podría retirarse en cuanto terminara un expediente para el ingeniero x. Ella, en cambio, no quería irse, ¿a dónde?, ¿para qué? Afuera de esas paredes no tenía nada más que un apartamento nostálgico que le hablaría desde las entrañas de un viejo televisor que le haría compañía. Eso no le era muy motivador, sólo una señal más de que su vida carecía de sentido. Terminó el trabajo. De nuevo, en su mente el recuerdo de la canción y la sonrisa de su chica, aquella que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Sintió el pecho oprimido y una punzada en la sien. Se despidió de su jefe y se dirigió al estacionamiento. Al llegar, le pareció una buena idea llamarle a su mejor amiga para invitarla a beber un trago. Ella aceptó, así que, al menos ese día no tendría que lidiar con la soledad. Al dirigirse al bar de costumbre, se percató de que llegaría una hora antes de lo acordado. Por un momento, pensó en dar una vuelta y regresar, pero después de reconsiderarlo concluyó que hacía demasiado tiempo que no se regalaba un momento a solas haciendo algo que realmente disfrutara. Estacionó su vehículo y bajó de él. Acomodó su falda y el cuello de su camisa. Entró al bar, tomó asiento y pidió una copa de vino tinto. En algún lugar había escuchado que este vino en comparación con otros poseía cierto espesor que provocaba distintas sensaciones en la boca como la astringencia y la rugosidad. Un trago. Una lengua extasiada al chocar con el paladar al disfrutar de aquel líquido. Los cabellos de su chica rozando su rostro al contacto del primer beso. Otro trago precedido por el olfatear de su nariz en la copa. La promesa de un para siempre encubierta en un ramo de rosas. Otro trago, una pluma que se desplazaría precisa sobre una servilleta de papel. ¿Qué quería escribir exactamente? ¿Una carta? ¿Una nota suicida? ¿O los pendientes que habría de realizar a la mañana siguiente? A lo mejor, las palabras que se guardaban en su garganta a la espera de una lágrima. ¿Cuántas veces había escuchado su nombre en boca de cientos de desconocidos? Le parecía algo surrealista, incomprensible. Ellos no sabían lo que para ella significaban aquellas letras que en combinación le daban figura a una de las mujeres más hermosas que había conocido. El dulzor y la intensidad del color del vino se entrelazaron con sus sentidos. La ahogaron y sumergieron mar adentro de su conciencia. Un trago más y una palabra desembocaría en otra y otra más. Cadenas rotas de silencios y verdades. Había callado tanto que la inmensidad de las palabras le parecía efímera, aunque constante. Recibió una llamada. Era su amiga, no podría presentarse. Ya no le importó, en ese momento sólo existía ella, una copa de vino y la peripecia que se trasladaba entre el subconsciente y la realidad. Pagó la cuenta. Tomó la carretera sin rumbo fijo. El montón de servilletas estaban aprisionadas en su bolso, gritaban, anhelaban ser escuchadas. Pero, ella era la única que era capaz de comprenderlas. Ignoró las voces que provenían de ellas. Subió el volumen de la radio y cantó lo más fuerte que pudo canciones que antes le eran desconocidas. Arribó en una gasolinera. Llenó el tanque. Compró una cajetilla de cigarros y una botella de ron. Retomó su camino, pisó a fondo el acelerador, entre más pronto llegara sería mejor. Recordaba los paisajes en las películas. Árboles frondosos a lo largo de la carretera. Asfalto liso, sin baches o abolladuras. Pintura amarilla resplandeciente al centro del camino, color blanco a las orillas. Señalamientos precisos que indican curvas y demás. Sin embargo, todo era completamente distinto. La carretera estaba en pésimas condiciones, la vegetación estaba seca con ciertas partes incineradas. Los señalamientos grafiteados, otros caídos. Todo el ambiente se veía tan lúgubre y solitario que la melancolía que traía consigo se convirtió en la desesperación más desconcertante que había experimentado. Las horas pasaban, y ella siguió vagando. Letreros y más letreros de pueblos y retornos. Luces que la encandilaban. En su cabeza el eco de una palabra: encontrarla. Bebió un trago de la botella. Encendió un cigarrillo, le dio tres caladas y lo arrojó por la ventanilla. Lo sabía, todo carecía de sentido. La luna estaba en lo más alto del cielo, en la cumbre de la oscuridad. El viento silbaba. Ella estaba perdida. Estacionó en una gasolinera. Preguntó por un hotel. Al llegar a este alquiló una habitación. Como pudo llegó a su cuarto, se desvistió y se arrojó a la cama. Todo le daba vueltas, el tiempo pasaba demasiado rápido para su gusto. Su cabeza le dolía a más no poder y su estómago denotaba cierto ardor por acidez estomacal. En esos instantes concluyó que su mundo no tardaba en desmoronarse. Por un segundo todo le pareció estar en silencio. Una tranquilidad absoluta en la que ni siquiera sus pensamientos se hacían presentes. El peso del alcohol hizo efecto, sus ojos se cerraron y ella se perdió en un sueño. Al poco tiempo su celular comenzó a sonar, era su alarma. Esa mañana tendría una junta importante con un ejecutivo que invertiría en la empresa para la cual trabajaba. Abrió los ojos, fijar la vista en un solo lugar le parecía una misión imposible. Era normal, el efecto de la migraña. Se levantó a buscar su teléfono, lo apagó y se dispuso a regresar a la cama. No obstante, antes notó la silueta de una mujer que estaba a lado suyo. La observó en silenció, ¿quién sería esa desconocida que reposaba en su cama tan tranquila? Al acercarse, percibió que se trataba de ella. El corazón le dio un brinco, no supo si se trataba del efecto de la sorpresa o la angustia que le proporcionaba aquella escena. Era su imaginación, tenía que ser su imaginación, no debió de haber bebido más de una copa o dos cervezas, ella lo sabía. La mujer se removió en la cama, estiró los brazos y abrió poco a poco sus ojos, lanzó un suspiró y después susurró: “amor, ¿qué haces ahí parada? Acuéstate a descansar, tienes días que prácticamente no has dormido nada, a la larga eso te hará daño”. La voz, esa voz sonaba tan real para ser la alucinación de una borrachera. Caminó a la cama, se recostó, cerró los ojos con fuerza y después se arropó con las sábanas. “No puede ser real, no es real, no es real, ella no está aquí”, pensaba. Al tranquilizarse un poco concilió el sueño. Era tan relajante sentir el respirar pausado de su chica en la nuca. La fragancia de su pasta dental de menta sobre su cuello. Respirar el olor a moras de su cuerpo. No existía terapia más efectiva para el estrés que ella, el amor de su vida. La luz del sol entró por la ventana que se encontraba entreabierta. Buscaba su camino directo al rostro de la chica que seguía dormida ahora en posición fetal abrazando una de las almohadas que tenía entre las piernas. A su alrededor, todo cobró color. Las paredes del cuarto aparecieron de un naranja brillante y un blanco resplandeciente. Las sábanas de la cama de un color beige hicieron contraste con el café de la alfombra y de los muebles de pino. El sonido de los pájaros se hizo presente en combinación con el sonar de los motores de los carros que estaban a punto de arrancar hacia diferentes direcciones conforme a los oficios de sus dueños. Ella abrió los ojos. Los talló con las palmas de sus manos. Estaba tranquila, aunque en el fondo la incertidumbre del futuro le carcomía las entrañas. Lo sabía, la falta en la junta de ese día le costaría el trabajo, con que no le afectara en su experiencia laboral. De repente, recordó el sueño que había tenido una noche antes. Dio un brinco y salió de la cama. A su lado no había nadie, sólo la almohada que había estado abrazando durante toda la noche. Pequeñas gotas de sudor recorrieron su cuello, estaba desconcertada y deprimida, ojalá y hubiera sido realidad. Con una mirada recorrió toda la habitación. En el sillón cerca de la cama no estaba su ropa, tampoco en el suelo. Buscó la puerta del baño, pero tampoco había baño. Le pareció extraño que en lo que parecía un hotel tan lujoso no hubiera una televisión ni ningún tipo de adorno. Caminó a la ventana. Fuera había un jardín por donde caminaban varias personas. Sin embargo, ninguna de ellas le llamó la atención, debían de ser los empleados porque iban uniformados con ropas de un color azul cielo muy lindo. De nuevo, se dispuso a encontrar su teléfono celular y su ropa, tenían que estar debajo de la cama o entre las sábanas destendidas. Nada. Su ropa no estaba en la cama. Sus cosas no estaban debajo de esta. La frustración le subió al rostro que se tornó rojizo. ¿Dónde las había dejado? Suspiró. Trató de guardar la calma para disponerse de nuevo a buscar su celular y así llamarle a alguien que fuese a buscarla. De repente, alguien tocó a su habitación y abrió la puerta. Era una chica vestida con uno de esos trajes azules. Le pareció una falta de respeto que se introdujera en su cuarto de esa manera. Pero, bueno, al menos podría preguntarle si de casualidad ella había entrado en su habitación por la noche llevándose su ropa para lavarla o algo por el estilo. Estaba a punto de hablar, cuando la chica le sonrió y le entregó dos pastillas. Una de color azul y otra verde. La observó y le preguntó qué eran aquellos medicamentos. Sólo había bebido un poco la noche anterior, y ahora no entendía nada. Preguntó por su ropa, por el teléfono, por la ubicación en la que se encontraba. La chica le sonrió de nuevo, dio un paso hacia ella y le dio un beso en la mejilla. Le sujetó una de sus manos y le entregó las pastillas. “Toma tu medicamento, por favor, hoy vendré por ti al mediodía, quiero llevarte a un lugar especial”, le dijo antes de cerrar la puerta de la habitación. Posterior, debajo de la puerta le arrojó un periódico para que lo leyera. Lo levantó del suelo, le echó una mirada al título y a la imagen. Lo comprendió todo. Ella lo sabía, no debió de haber bebido tanto esa noche, mucho menos conducir por caminos que le eran desconocidos. Se sentó en la orilla de la cama y continuó leyendo. A su mente llegaron miles de imágenes de aquel día, el accidente, el despertar en el hospital, su aparente pérdida de memoria y sus constantes alucinaciones. Bajó la mirada. Su ropa blanca estaba un poco arrugada. Tendría que arreglarse para salir con la enfermera. Apretó con fuerza las pastillas que tenía en su mano, buscó la botella de agua debajo de la cama, seguido de esto se las tomó. Esa noche sí había estado alguien en su habitación, la sombra de su cordura, el reflejo de quién había sido, el alma que más la había amado. Lloró en silencio, y como nunca antes le había sucedido, añoró el calor de un sorbo de tequila para ahogar el sufrimiento.

Transbordo (Dimitri Ives)

 

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Un cristal lo separaba del mundo real, del universo en movimiento. No recordaba la primera vez que había colocado su cabeza en un trozo de vidrio. Pero sí estaba seguro de la primera vez que había soñado mientras recargaba su cabeza en el cristal. Era como si se hubiese desconectado de la realidad para imaginar posibilidades infinitas de lo que pudiera ser, pero que jamás sería.
A través de esa barrera transparente y nítida asimilaba un montón de imágenes que siempre eran iguales, o al menos, parecidas. Un árbol a punto de derrumbarse ya fuera por plaga, sequía o incendio. Un poste de luz tan inclinado que simulara estar a punto de recostarse sobre el asfalto de la calle. La tienda de fulanito con una fachada repleta de grafitis sin sentido. La señora regordeta de cabello negro lacio en la parada del camión con un rostro de pocos amigos. El perrito callejero que se escondía entre los huecos de la barda de la unidad deportiva.
Días repletos de luz, infiernos calurosos en los que la gente sudaba y desprendía un olor agrio y molesto. Otros, a media luz con nubes cubriendo el cielo, mientras la gente andaba con un paraguas en mano y una chaqueta en la otra. Olores a perfume e incienso, comida y desagüe, humo y flores; mas, adentro de aquel cristal sólo existía el hedor a desconocidos, un hedor penetrante a mugre y trabajo, menstruación y orina, desodorante barato y sudor con aceite. Fragancias que, sin quererlo, lo unían con otros, lo hacían parte de su realidad.
Esa mañana había salido con dirección a un barrio desconocido para él. Subió en un camión color rojo y con asientos grises. Caminó hasta el fondo y tomó asiento junto a la ventana. En sus manos tenía el teléfono celular, abrió una aplicación y colocó la alarma de notificación de parada.
No sabía a dónde se dirigía, eso era cierto. Sin embargo, en el fondo era un camino que siempre tuvo la ilusión de recorrer solo. Acompañado únicamente de la música que resonaba en sus oídos, primero una melodía tranquila y melancólica, para después finalizar con un ritmo rudo y acelerado.
Conforme recorría las calles pensaba en las veces que había hecho recorridos similares. Trataba de reflexionar, sentir todo lo que le rodeaba, pero había tantos momentos que lo único que le recordaban eran sus ganas de huir, querer escapar de la enajenación.
En su pecho sentía un hueco que lo consumía. De nuevo se estaba aferrando a la angustia. No estaba seguro de qué pasaría después, quería que ella no se fuera de su lado. La incertidumbre le hacía cuestionarse si ella todavía deseaba saber de él, o si simplemente se iría como todas las personas a las que había querido en su vida.
Su pie comenzaba a denotar esa ansiedad. Golpecitos contra el suelo del camión. Los dedos de sus manos tamborileando en la mezclilla de su pantalón. La respiración acelerada. Ardor en el estómago. Grandes suspiros. Ojos cristalinos a punto de inundar sus mejillas. Pensamientos por aquí y más allá. Trataba de convencerse de que las flores no crecerían más. El café al despertar ya no lo embriagaba como antes. Ella pasaría a ser parte de los sueños inconclusos en los que el rostro se va a desdibujando hasta perder forma y contorno, sería la sombra mal trazada al pronunciar su nombre.
Él tendría que aprender a ver a través de la ventana sin buscar su reflejo, sin esperar encontrarla al final del viaje. Ella se convertiría en el recuerdo que lo atormentaría por los siguientes meses. Él se daría por vencido, se desvanecería entre palabras no dichas y botellas de alcohol vacías.
¿Para qué albergar ilusiones o sueños donde solo quedaba oscuridad? Ya no se trataba de luchar, de querer volver y sujetar. Era momento de lanzarse al vacío, caer en cuenta de que ningún sueño se hacía realidad.
¿Y que hablar de perder? No se podía perder aquello que nunca se tuvo. Esto aplicaba para ella y su sonrisa. Lo mismo para sus sueños y perspectivas de vida.
Ya no quedaba nada más. El viaje estaba llegando a su final. Los ecos eran eso, palabras en el viento que nunca se atraparán. Palabras del pasado perdidas en el viento.

Saltar un perro, saltar al precipicio (David Trozos)

 

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Esa mañana me desperté más temprano que de costumbre. Un día antes se me había ocurrido la idea de salir a caminar a los alrededores de mi casa. Una serie de caminos pedregosos y solitarios me rodeaban. Brechas de tierra suelta, cercas de alambre de púas y una que otra araña juguetona en el pastizal. Ese día el sol se encargaría de quemar cada parte de mi ser, centímetro a centímetro, así como las moléculas de polvo cubrían mis pies con cada paso torpe que las invocaba cuales torbellinos. Llevaba conmigo únicamente una mochila negra. Dentro de esta cargaba con una botella de agua y otra de tequila, un lonche de jamón, mi libro favorito y una cajetilla de cigarros. Sin embargo, en mi mente el pensamiento de que había olvidado algo importante se repetía constantemente. ¿Se trataba de un augurio?, ¿un presentimiento?, ¿o de la ansiedad que me consumía? Luego de caminar por una hora, me topé con un árbol de mezquite tan enorme que proyectaba una sombra acogedora. Me acerqué hasta llegar debajo de él, elegí el lugar más apropiado y me senté. Coloqué a un lado mi mochila y saqué la cajetilla de cigarros. La extrañaba, esa era la única razón por la que caminaba sendero tras sendero. La buscaba en los lugares que sabía que no podría encontrarla. Fumar ya no era un placer, sino la rutina que había heredado de mi relación con ella. Primero era un cigarrillo, ahora es una cajetilla por día. Un cigarro al despertar, sobre la cama las cenizas manchan la almohada. Otro después de desayunar, humo que ahoga la cocina. Uno más en el transcurso al trabajo, quemadura en el labio inferior. Este día, la mañana sería un obsequio de mí para mí. Necesitaba despejar la mente. Ponerla en blanco. Recordar quién era y qué era lo que quería apenas hacía unos cuantos meses. Un árbol, un buen libro y un brindis para olvidar. Mi reloj marcaba las nueve de la mañana en punto. A esa hora, ella estaría llegando a la oficina. En ese instante yo debería de estar firmando un contrato para el trabajo de mis sueños. En cambio, mi corazón y mente me trajeron a un lugar alejado, a renunciar a todo y a querer seguir sin nada. Ella se fue sin dejar explicación, pero ya lo esperaba. Todo era tan similar a leer un libro: lo abres, te encariñas con él, aunque al final sabes que habrá de terminar en algún momento. Ya no tengo que mirar atrás. Los pasos que doy van más allá de lo que puedo esperar de los vagos recuerdos e ilusiones. Frente a mí, observé que todo el camino estaba repleto de cascajo. A lo mejor y pronto habrían de pavimentar el lugar. O, tal vez, el proyecto quedaría incompleto, como esas historias que nunca se terminan de escribir. Las piedras eran entre grisáceas y negras. Además, había uno que otro fragmento de cantera rosada. No obstante, más allá de esto no se podía encontrar nada interesante. Este camino era uno de esos rincones olvidados por las personas e incluso por el mismo demonio. El celular comenzó a vibrar. En la pantalla percibí un número “desconocido” que conocía muy bien. Era ella. No me era extraño recibir llamadas suyas en los momentos menos apropiados. Siempre adivinaba lo que pasaba por mi mente. Por mi parte, destapé la botella de tequila y bebí un trago por cada segundo que la pantalla del teléfono se alumbraba con su número. El líquido quemaba toda mi garganta hasta llegar al estómago. Su trayecto se sentía caliente con el sabor a agave que contenía uno que otro toque de madera. Quería responder a su llamada, hacerle saber que aquí estaba para ella. Sin embargo, algo había cambiado cuando dijo que me quería, pero no quería nada de mí. Mi amor para ella era como un chocolate, a ella le encantaba el chocolate, pero sólo lo aceptaba cuando ella lo deseaba, el resto del tiempo fingía odiarlo y prefería las paletas de tamarindo. Encendí otro cigarrillo. La punta transmutó hasta hacerse negra con toques grises y blancos cubriendo lo naranja de la llama. Mis dedos olían a tabaco, mi ropa apestaba a nicotina. Por más que me lavara, mi cuerpo ya tenía un hedor característico, el de la soledad y el vacío. Presté un poco más de atención a mi alrededor, percibí la estridulación de un grillo que estaba cerca mío. Estridente y estridulación, palabras que aprendí en primaria cuando un maestro me regañó por decir que un grillo cantaba cuando ni siquiera cuerdas vocales tenía. Pequeños recuerdos sin sentido y que a nadie le interesan. No obstante, son de esas cosas innecesarias de las cuales no nos podemos desprender ni con el pasar de los años. No me gusta el sonido de los grillos. Es el eco de un timbre que te puede volver loco. Nadie estaría feliz de escuchar ese chillido por más de veinticuatro horas seguidas. Al igual que nadie, por más amigo tuyo que sea, sería capaz de aguantar tu llanto por días seguidos cada que te parten el corazón por las malas decisiones que tomas. Yo siempre me consideré un artista de vocación. Desde pequeño me di cuenta de que poseía una sensibilidad algo elevada en comparación con otros compañeros de mi edad. Amaba el color de las flores, la textura de las rocas, el olor de la comida y el trinar de las aves. Amaba lo que estos pequeños detalles me hacían sentir, lo que provocaban en mí. Pero nunca, nunca me gustó el sonido de los grillos… y, en ocasiones, ella era como un grillo que me sacaba de mis casillas, me frustraba, me molestaba con su indecisión, me lastimaba al entrar desde mis oídos hasta el corazón. Estar sentado a la sombra de un árbol anteriormente podía ser una de las mejores sensaciones. Pero, ahora no paso de lamentarme y pensar en ella. En sus caricias, en su rostro, en su cuerpo. En su piel blanca y las pecas de su rostro. En lo rojizo de sus cabellos. En mi deseo de tenerla y entregarle todo de mí, así como en las novelas románticas del siglo XIX. El cigarrillo se apagó sin siquiera terminarlo. Lo observé. Era mi representación más exacta. Un cigarrillo que todavía tiene mucho por ofrecer, pero que ahora se encuentra apagado y sin la esperanza de que nadie le dé fuego. Vi un perro caminar hacia mí. Se acercó a pasos lentos, cortos, con la mirada fija en la mía. Se trataba de un ejercicio de confianza. Por fin, cuando estuvo cerca mío, me olfateó en un intento de descubrir mis intenciones. Agitó su cola de un lado a otro, se sentía bien en mi compañía, pasé el primer filtro. Acaricié su pelaje. Observé su mirada tierna, de consolación. Encontró en mí al amigo que antes no había descubierto en nadie más. Con su lengua lamió mi mano. Yo le di mi lonche de jamón, a él le haría más provecho que a mí. Recuerdo cuando la miré por primera vez. En esa época yo era un hombre completo, con expectativas y esperanzas. No necesitaba nada más que una cámara, una pluma y un trozo de papel. Un hombre puede ser feliz con tan poco, pero pocas veces se conforma con ello, o al menos no se da cuenta de esto. Ella caminaba por la misma acera que yo. Tenía la mirada fija en su teléfono celular. Nada lograba captar su atención. Su rostro poseía una mueca lastimera, ¿preocupación?, ¿tristeza?, ¿decepción? Era una mujer muy hermosa, lástima que se le veía tan absorta e indiferente a lo que pasaba a su alrededor. Detuve mi caminar. A una distancia prudente pude observar cómo era que ella tropezaba con un brinco que yacía sobre la banqueta. Su celular salió volando hacia la calle y la botella de agua que llevaba en la otra rodó hasta mí. La levanté y me acerqué a ella con el pretexto de entregársela. Su piel blanca se tornó rosada. Sus oídos se veían rojizos. La mueca de su cara, el reflejo de la pena. Le sonreí. “¿Estás bien?”, pregunté cortésmente. Ella asintió. Agarró su botella y checó su celular. Pese a la caída, estaba prácticamente intacto. Sentí su lengua por todo mi rostro. Desperté en ese mismo instante, todo fue un sueño, el de un viejo recuerdo que no habré de recuperar, y que cada vez que lo invocó pierde una parte de sí. El perro me veía atento. Esperaba una respuesta de mi parte. Quería mi atención. Lo abracé y comencé a contarle mis penas. Me sentía como si fuera el cochero del que hablaba Antón Chéjov en su cuento “La tristeza”. Hombre lastimero que busca el consuelo y la escucha de una persona. Sin embargo, la empatía la recibe de un animal que es el único capaz de prestarle su atención y cariño. ¿Hace cuanto mi pecho grita su nombre con dolor?, ¿hace cuánto tiempo no sé cómo deshacerme de la necesidad de verla, tocarla, sentirla?, ¿hace cuánto me perdí tratando de buscarla?, ¿hace cuánto estoy huyendo de ella y de mí?, ¿hace cuánto deseaba que se fuera para irme a su vez? Tomé un trago de tequila. Encendí otro cigarro. Mis pensamientos giraban en torno a dos cosas que ocupaban mi cabeza: el anhelo de encontrarla y el deseo de morir. El primero resultaba más difícil de llevar a cabo que el segundo. No obstante, para el segundo no tenía las agallas. “Trato de adormecer eso que atormenta mi pecho”, le dije al cachorro. Él me miró con esos ojos inocentes que sólo pueden encontrarse en los animales. Se acurrucó cerca mío y fingió dormir. Mi celular se alumbró de nuevo. Era ella. De nuevo. Cuando era un niño, mi padre solía decir que uno nunca debía pasar por encima de un perro porque eso provocaría que uno perdiera su camino. Era un hombre que se sugestionaba fácilmente. Creía en tantos augurios que yo lo juzgaba de loco. Así que, en la rebeldía adolescente llegué a saltar sobre muchos perros. Una y otra vez. Era mi manera de desafiar ese destino imposible de evadir. Mi padre cuando me veía me regañaba, me gritaba un montón de cosas. Era su manera de preocuparse por mí, al menos era lo que decía él. Me tomé el resto del tequila que quedaba en la botella. Encendí otro cigarrillo. Lágrimas caían silenciosas, unas sobre el pelaje de mi nuevo amigo, otras, sobre la tierra en la que me encontraba sentado. La culpa no era de ella. Ni de la casualidad de habermela encontrado. El problema siempre fui yo con mi dependencia y apego emocional que surgían igual de rápido que este vacío que me hace sentir cada vez más miserable. Ese día no tuve miedo. Le pedí su número de teléfono. La invité a salir. Pasados los días tomamos un café juntos. Las noches se convirtieron en un constante intercambio de pensamientos. Hasta que ella decidió, lo eligió a él sobre mí. Aunque la psicóloga dice que no debo tomarlo personal, que no fue sobre mí, sino porque cada quién es diferente y esa diferencia era lo que ella estaba buscando para complementarse. Salté una y otra vez sobre distintas posibilidades. Hice miles y millones de malabares para que ella se fijara en mí. Le entregué de todo. El error fue estar siempre disponible, cuando no se trataba de nosotros, sino de lo que ella necesitaba. Cada que saltaba tratando de sujetarla, me perdía a mí mismo y no me daba cuenta de ello. Un mareo entorpeció mis movimientos. Me levanté como pude. Mi amigo peludo levantó la cabeza hacia mí. Una tonta idea se apoderó de mi mente. ¿Y si lo brincaba como lo hacía con otros perros en mi infancia? Lo salté. El perro me miró asustado, creyó que lo lastimaría. De pronto, corrió a lo largo del sendero hasta que lo perdí de vista, se había escondido. Yo, tambaleante, comencé a caminar sin rumbo. Bajo aquel mezquite dejé mis pertenencias. Ya no quería saber nada de lo que me rodeaba. Esa mañana le haría frente a mi destino. Caminé y caminé. Entre más se acercaba la hora del mediodía, el sol era cada vez más insoportable. Un amigo en el trabajo me había comentado que para una persona que sufre de depresión es recomendable que salga a la luz solar para recibir vitamina D que le ayudará en su producción de dopamina. ¿Verdad? ¡Mentira! Al menos en mi caso. No importaba el sol, el aire o las estrellas. Lo mismo me daba el polvo de esta caminata que el de la ceniza de los cigarros en las sábanas de la cama. Mis ganas de llorar eran cada vez más difíciles de ignorar. Lloraba en la ducha, al acostarme a dormir, al despertar, mientras preparaba la comida, cuando me dirigía al trabajo, al pensar en ella y al escribirle un mensaje, lloraba con la psicóloga y con mis amigos, con desconocidos y familiares. Seguido del llanto llegaban las ganas de tomar. De adormecer mi cuerpo y mis sentidos. Una cerveza siempre me llevaba a otra. Esa otra me llevaba a una más y así hasta que terminaba tirado en el suelo vomitando o a punto de hacerlo. En una fracción de segundo pisé mal una piedra. Me torcí el tobillo y caí. Frente a mí estaba un puente y bajo este un barranco que desembocaba en un río. Me levanté como pude. Me paré sujetado de la barandilla de protección. Salté. Brinqué al vacío, por fin había encontrado el camino de regreso a casa, a la tranquilidad que tanto anhelaba. Quizá salté tantos perros en mi infancia y por eso el destino se había aferrado en hacerme perder el camino cuando me crucé con la mirada de aquella mujer pasajera. Pagué mi rebeldía con mi falta de ganas por vivir. Y, allá, bajo el mezquite, un perro miraba concentrado la pantalla de un teléfono que se alumbró con un mensaje: “te quiero, quiero verte, por favor”.

Un cuento de sirenas (Dimitri Ives)

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Me gustaría contar mi historia antes de subir a lo que será, o pretendo que sea, mi última embarcación. La vida del marinero no es nada fácil. Desde pequeño he sido un hombre de mar, aprendiendo a la fuerza los obstáculos de esta vida.Mi padre tenía un pequeño barco. Se dedicaba a la pesca y venta de animales exóticos. Fue así como conoció a mi madre, una sirena de agua dulce, conocida como Prahara. Sirena de cabello ondulado y resplandeciente como los rayos de sol, ojos cuales perlas, y voz hechicera. Se dice que ella es de las sirenas que vagan por los arroyos cercanos al mar, apareciéndosele a los hombres cuya agonía embarga sus pechos. Los enamora, los hechiza, los abandona. La historia con mi padre no fue muy distinta que digamos. La conoció en enero, un día dieciséis para ser precisos. Simón era un marinero coqueto, el galán que destrozaba corazones a lo largo del océano, pero que al verla quedó completamente enamorado. Entre un ir y venir de las olas que chocaban en la madera crujiente de su barco, le prometió amor eterno si ella así lo deseaba. Mi madre, la sirena, sonrió complacida. Aceptó su promesa de amor y a cambio le pidió un mechón de cabello. Pasaron seis lunas llenas, para que ella diera a luz a un bello niño con cabello rubio y rizado, mi nombre es Caleb, el elegido para ir a la tierra prometida. El amor entre mis padres se sentía como una ráfaga de viento y un montón de truenos que terminarían en tempestad. Prahara se alimentaba de la agonía y la desesperación de mi padre, lo quería ver alejado de todo aquello que le pudiese dar un poco de tranquilidad. Lo separó de su familia y demás compañeros, lo hizo vivir únicamente para ella y para que alimentase sus necesidades. Una lágrima, una señal más de control. Una discusión, un pretexto más para quedarse. Un amor disfrazado de un día sí, pero al siguiente día un no. Ir y venir de emociones sofocantes. Belleza, posesión, cadenas, la marea alta. Mi padre repetía que una ola nunca viene sola. Tarde o temprano lo que parecía ser una llovizna tras otra en su relación, terminó por ser un huracán que lo arrancó de la realidad. Mi madre desapareció, se esfumó, así como había aparecido. Fue su venganza por la coquetería de mi padre y sus malas decisiones del pasado. Un castigo eterno. A partir de ahí, él se hizo cargo de mí hasta morir. Me instruyó para navegar, hacer guardia en la proa, eliminar el óxido y pintar las laterales del barco, pero sobretodo me enseñó a nadar cuesta arriba. Hoy quiero contar mi historia, porque más allá de ser hijo de la tormenta y de un marinero, soy un hombre que se ha enamorado en variadas ocasiones, llevando su corazón en mano a punto de fragmentarlo para darlo a su amada. Todo comenzó con mi primer amor, mi adorada Ryba. Cuando la conocí yo no pasaba de tener diecisiete años. La seguí viento a popa. La conocí un día que me tocó vigilar los obstáculos a lo lejos. Al mirarla me quedé paralizado. Parecía una mujer de cabellos de colores, desde el rosa hasta al verde, sonreía de manera atenta a los viajeros. Mujer de muchas palabras, irradiaba tantos sentimientos que con sólo admirarla quería ponerle todo a sus pies. Necesitaba hablar con ella, en el fondo de mi ser quería nadar hacia su encuentro, abrazarla y llenarle su rostro de besos. Decirle las cosas más lindas del mundo. Quería ahogar mi corazón en el sonido de su risa, albergar mis ilusiones en lo blanco de su piel. Esa noche varados en el mar, me acerqué a la proa para poder conversar con ella. Fue la primera sirena que me robó el aliento. Me habló de las plantas en el mar, de los peces de colores y de la agonía de tener que vivir por siglos sola. Si tan sólo ella supiera todo lo que removió en mí, lo agitadas que dejó las aguas que componían mi pecho. Yo no quería decir nada, quería conformarme con mirarla a los ojos. Pequeños cristales cafés tan brillantes, tan sutiles. Su mirada era un abrazo de terciopelo, de los que acogen tu alma y la reconfortan, de esos que te hacen soñar y tener miles de ilusiones. “Tu pecho se acelera al verme, mañana tu respiración se cortará y tus manos sudarán, pasado me mirarás a los ojos y sonreirás sin motivo aparente. En un mes dirás que soy la sirena más hermosa, la que nadará en tu mar interior para siempre. Pero pasando tres meses habrás de sucumbir ante el encanto de la rebeldía y tendrás que dejarme ir”, confesó antes de sumergirse en la oscuridad del océano. En un abrir y cerrar de ojos perdí lo que más me llenaba el alma. Un desasosiego se hizo presente. Tomé una jarra de cerveza y comencé a beber pensando en lo que querrían decir aquellas palabras. Esa noche las estrellas se veían difusas, asustadas, temblorosas como mis manos. El único sonido que me acompañaba era el de mi corazón enamorado. Esa noche suspiré, velé por su amor, recité de memoria los versos más lindos de los poemas que sabía. Esa noche me entregué a ella entre ilusiones y gemidos, la amé con sólo observarla. A la mañana siguiente la miré de nuevo. Ella cantaba un poema desconocido para mí en ese entonces. Los versos del buen marino. Todos mis amigos gritaban sorprendidos, pero yo callaba esperando una señal suya para correr a sus brazos. Ella me observó y me dedicó una sonrisa, acercó su cuerpo al barco y me regaló una ninfa blanca. Con tan poco podemos significar tanto, pero ella no se dio cuenta de ello. Ella no sabría que después habría de partirme el corazón en dos. Le dio el sentido más bello a mi despertar, le dio calor a las aguas heladas que me rodeaban. En poco tiempo se ganó mis pensamientos. Nadé con ella, disfruté de las profundidades del océano. Recorrí tantas aguas sujeto a su aleta, al calor de su piel tan blanca como la porcelana y, ella no sabía que el corazón de un hombre podría ser tan profundo como el mar. La invité a recorrer tierra firme conmigo. Ella accedió, era de las pocas sirenas con esa habilidad. Se transformó una vez y la invité a ver las estrellas en lo más alto de una montaña. Quería que sintiera el viento, el frío sobre la piel por el soplar de las nubes. Le obsequié un tulipán y con él mis más sinceros sentimientos. Cada vez la quería más, más de lo que amaba navegar por las noches en las costas de Italia. Me visitó por repetidas ocasiones. Y con cada una de sus visitas se desprendía uno de sus mechones de cabello. Perdía parte de su encanto, aunque ante mis ojos sus defectos seguían siendo las virtudes de un amor idealizado. Cumplimos tres meses. Recordé las palabras que me dijo el día en que la conocí. El hechizo había terminado. Lo que ante mis ojos se dibujaba antes como una de las bellezas más delicadas, ahora yacía en el fondo del océano cual cerdo de mar. Se deformó hasta que ya no pude reconocerla más. Ella, conociendo la desgracia del amor que sentía hacía mí, se alejó, vertió toda su esencia para hacerme feliz y por fin, una mañana simplemente desapareció junto con los sueños de un primer amor. Conté los días después de su partida. Sujeté entre las manos mi corazón herido, lo quise vendar para sanarlo. Prometí no enamorare de nuevo, porque eso del amor es más que complicado, una serie de sensaciones que te carcomen en un frenesí de alegría y después te desploman en una agonía absoluta. Recuerdos en la oscuridad de la noche, al observar por la proa con la esperanza de encontrarla. Pasaron años, alrededor de diez, antes de que conociera otra sirena que llamase mi atención. Y, es por eso por lo que, hoy quiero contarles mi historia. Entre el ancla y el trinquete, entre el bauprés y la mesana. Un día sofocante, una mañana en la que el sol nos daba el escarmiento a nuestras conductas, yo me encontraba revisando los botes salvavidas, dando el mantenimiento a nuestra embarcación, me topé con una carta en un sobre púrpura que desprendía un olor a cerezos. Al abrirla y leerla me topé con una de las letras más hermosas que había visto yo en mi vida. Eran trazos precisos hechos con tinta morada. Pequeñas líneas que conformaban el horizonte, un punto por aquí, una frase bien escrita por acá. Con la yema de mis dedos acaricié aquellos trazos, los sentí, cerré los ojos y un aroma a mujer sofocó mis pulmones. Unas manos invisibles acariciaron mi cabello. Introdujeron sus dedos entre los rizos de mi pelo. Un tacto delicado, tierno, amoroso. Mi corazón dio un brinco y una sonrisa inexplicable se adueñó de mi rostro. Al abrir de nuevo mis ojos me topé con ella junto a una roca en el mar. Sonrió. Era una mujer muy linda. Su cabello le llegaba a la cintura, era de un color avellana claro. Su rostro estaba cubierto de pecas y sus manos tenían unos dedos pequeños, curiositos. Salté mar adentro, nadé lo más rápido que pude hacia ella. Comenzamos a hablar. Ella me tranquilizaba a la vez que me desconcentraba de todo lo demás a mi alrededor. Su voz se introducía desde mis tímpanos y se abría paso hasta lo más profundo de mi ser. Mientras me hablaba de algo que no comprendía del todo percibí un lunar que adornaba uno de sus ojos. Ella no se dio cuenta de lo que yo observaba, ni lo que en mí provocaba el reflejo de su figura. “Me llamo Lignji”, pronunció en susurro. Ecos que quebrantaron las murallas que me había interpuesto para salvaguardar mi interior. Al poco tiempo me enteraría que era la sirena calamar, conocida por ser casi tan grande como los océanos al igual que sus amores. Entre los demás marineros se corría el rumor de que cada que se enamoraba, encarnaba de ella un tentáculo nuevo que crecería al igual que su sentimiento. Me lo advirtieron. Me dijeron que tuviera cuidado con nadar entre sus mares. Pronto habría de caer ante sus mentiras. Habría de nadar directo hacia el vacío tan profundo de la soledad. Yo, en el fondo, me llené de esperanzas de querer comerme el mundo entero a su lado, no importaba que tuviera que vivir eternamente en el mar con ella, no importaba si ya no regresaba a tierra firme con tal de escuchar su voz al amanecer y antes de cerrar los ojos al dormir. Supuse que, de nuevo, el tiempo límite para amarla sería de noventa días, noventa y una noches. Tiempo que me sería suficiente para conocerla, aprender todo de ella, conocería lo que le gustara y lo que no, sabría lo necesario para poder compartir el resto de mis días a su lado. Le haría la propuesta de amor más hermosa que ella habría de recordar. A la luz de la luna cantábamos juntos, en la isla rocosa en la que vivía escribíamos coplas al viento, en el mar nadábamos pegados el uno al otro. Es tan curioso lo que el simple tacto de la persona que amas puede provocar en ti. Era feliz, maravillosamente feliz de estar a su lado, de poder mirarla recostados a la orilla del mar, de escucharla cantar mientras se arreglaba el cabello frente un espejo, al sujetarle una de sus pequeñas manos entre las mías. Era feliz con sólo saber que ella existía y que podría verla a la mañana siguiente. En el fondo los dos comenzamos a planear un futuro juntos. Hablamos de hijos, de un matrimonio, de las consecuencias de este amor inesperado. Sin embargo, pese a los planes y los sentimientos que teníamos el uno por el otro, tuvimos que decirnos adiós. Separarnos y seguir con nuestras vidas. Los problemas comenzaron cuando entre un día y otro cada uno vivía a su ritmo. Ella nadaba veloz contra la corriente, yo, por mi parte, recién y estaba conociendo aquellas aguas. Ella siempre iba a miles de metros de distancia dejándome atrás. ¿Cuándo la alcanzaría si al salir el sol sólo podía ver su figura en los recuerdos de mi alma? Ni siquiera nuestro amor era suficiente para mantenernos unidos, obligados a navegar con el andar del otro. Ella me miró con los ojos repletos de lágrimas, prometió amarme por toda la eternidad, pero teníamos que ir detrás de nuestra felicidad. Se fue sin decir más. Mi pulso se volvió torpe y lento. De repente todo se nubló, el cielo lloró a mi compás. En un instante esas ganas de recorrer los océanos se convirtieron en la perdida de fuerzas para levantarme de la cama a tomar siquiera un vaso de agua. Tardé en recuperarme de este amor. La tristeza se convirtió en mi fiel compañera por unos meses. Decidí regresar a tierra firme, aprendí el oficio de carpintero, pero esto no llenaba a mi espíritu aventurero. Así que, después de treinta años regresé a altamar. Me sentía viejo. Cansado. Mas, con el espíritu de terminar mi vida en el mar, entregarme a las olas y consagrarme para siempre a mi viejo barco y a nuevas aguas desconocidas para mí. Los días pasaban sin ninguna novedad. Me dediqué a hacer lo de siempre, pescar y elegir los mejores peces para vender en los mercados. Separar entre los regordetes y aquellos que no conservaban más allá de su esqueleto. Fue así como la conocí a ella, sin quererlo, sin pensarlo, sin desearlo, por la casualidad del destino. Mi amada Smugairle Róin. Un amor de viejos, ya no se trataba de algo carnal, sino de las conexiones del corazón. Ella vivía en una isla a la mitad de la nada. Cepillaba sus cabellos a la vez que daba a luz a hermosas medusas resplandecientes que llenaban de colores la oscuridad de la noche. Ella, por su parte, cambiaba de apariencia pasados sus períodos de hibernación. A mi padre le había escuchado, cuando me contaba cuentos de niño, que era una sirena capaz de manipular los sentimientos de las personas a su alrededor. Pero cuando me acercaba a ella veía esa luz que se desprendía de su cuerpo, de sus cabellos rojizos como el fuego. Me parecía la sirena más tierna e inocente de la tierra. Sus abrazos consumían mis ansias de morir. El calor de su cuerpo me llenaba de la energía que perdía en mi viaje por el mar. Aunque no vivíamos juntos, yo sabía que mi corazón latía por ella y que sus cantos clamaban por mí. En un ir y venir de olas mensajeras, gaviotas descansaban en proa. El amor se sentía a nuestro alrededor, una conexión que se veía en el mar y se embriagaba en la espuma que golpeaba la roca de su isla y las maderas de mi barco. Pasamos los tres meses que se convirtieron en tres años. Las preocupaciones desaparecían cuando los dos nos comprometíamos a estar para el otro, cuando nos amábamos y cuidábamos de nosotros. No obstante, una noche en que dormí lejos suyo, otro navegante la capturó, sin saber que ella no podía salir del agua. Su llanto agonizante me despertó, pero cuando fui a su encuentro ya no supe de su paradero. Navegué constante, sin descanso alguno, hasta que la encontré muerta a las orillas de Brasil. No supe cómo tomar esto. Mi pecho se encogió apretando todo a su paso: pulmones, estómago, corazón, todo. Sentí que algo explotaría provocando que me desplomara en mil pedazos, pero nada de eso sucedió. El amor más fuerte de ser mar se convirtió en desierto. Lo que creía más real, nítido y tangible se hizo arena de una orilla que no volvería a pisar. La última vez que amaría a una sirena, la última vez que navegaría definitivamente mar adentro. Y es por eso que, hoy quise contarles mi historia, la historia de tres amores que se resumen en uno. La vida de un marinero que al pescar conoció el amor de tres sirenas maravillosas, todas ellas consumidas en las caricias de la flor que nace en lo profundo del mar. Una sirena llameante que duerme en mi pecho y aparece entre sueños, que canta con voces difusas y se pinta con los colores de un amor que no puede ser, pero siempre estará. El amor que me lleva entre sueños a esperar la muerte y a no amar jamás.

Breve instructivo para barrer (Maleni Cervantes)

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Si quieres barrer a continuación te daré las indicaciones pertinentes para que realices esta labor de manera adecuada. Aunque, lo primero que debes de tener en cuenta es el contar con los materiales requeridos, porque no te gustaría ser como ese dicho en el que las personas van a la guerra sin armas, ¿a qué irías si no tienes con que trabajar?, ¿a comer moscas? En el mercado encontrarás una gran cantidad y variedad de escobas. Consigue la que mejor se acomode a ti. La escoba es el espejismo más directo de la persona que barre con ella. Una escoba que es utilizada tanto para el baño como para el interior de la casa, habla de alguien despreocupado y sucio, tal vez, una persona inmadura que no sabe lo que quiere. Si se tiene una escoba para el baño, otra para el interior de la casa y una más para la acera, eso indica la capacidad de organización y limpieza de una persona, por lo que estaríamos hablando de alguien exitoso, una persona que tiene al alcance de sus manos el reconocimiento y la riqueza. Mientras que, si una escoba tiene las cerdas quebradas y repletas de cabellos, significa que la persona de esa casa sufre de estrés e irritabilidad, carece de paciencia y tacto con la gente. Cuando se tiene una escoba color verde se habla de armonía y prosperidad en el hogar, pero si es roja se habla de romance y pasión. Otro aspecto que debes de considerar a la hora de comprar una escoba es la gran variedad de ellas, no sólo en colores sino en presentaciones. Te adjunto un pequeño listado de tipos de escobas que encontrarás: la corta, la de bruja, la de abanico, la de siete hilos, la romana, la veneciana, la de vara y la de mijo. La escoba de bruja yo la recomiendo para barrer aquellos lugares que están dedicados a cocinar la carnita asada con ayuda del carbón. La de mijo para limpiar nuestras aceras de una manera delicada y eficaz. La de siete hilos para organizar nuestra cocina, puesto que puede llegar a esos países recónditos que existen bajo nuestros refrigeradores y estufas. La corta para tallar el piso de nuestros baños, donde ponemos todo nuestro esfuerzo para arrasar con los hongos y el sarro. La romana para lavar nuestros patios, entre tallar y deslizar llevándonos el polvo y la tierra acumulada. La de vara para nuestras azoteas haciendo rodar esas piedritas que se acumulan quién sabe cómo ahí arriba. La de abanico para deslizar esos cabellos y pelusa que se camuflan en el suelo de los cuartos. Por último, la veneciana para asear aquellas áreas comunes en las que recibimos cortésmente a nuestros invitados, es decir, las salas de estar. Ahora que conoces la función de cada una de las escobas existentes en el mercado, te invito a organizarlas por color y rutina de uso. Para ello puedes nombrarlas o numerarlas, acción que te puede ayudar a realizar el inventario del que hablaremos más tarde. Toma un descanso. Mientras reposas, es necesario que te coloques frente a la mesa con un cuaderno que tengas a la mano. En una hoja en blanco escribirás tu rutina de aseo, te recomiendo que comiences de dentro hacia afuera, del comedor hacia la acera y patios, de tal forma que no quede basura o partícula de polvo en tu hogar. Por otro lado, este punto se conectará con el anterior. Puesto que habrás de ordenar tus escobas conforme a la rutina de limpieza que acabas de idear. Ya que tienes esto en claro, es necesario que vayamos de nuevo al mercado. Es hora de comprar nuestro fiel compañero de batalla: el recogedor. De nuevo, debemos de prestar demasiada atención en ello. El recogedor es la pareja ideal de nuestra escoba, no podemos tener un recogedor de basura articulado perfeccionado trabajando de la mano con una escoba bruja. Cada recogedor tiene sus características propias. Pueden ser de metal, aluminio o plástico. Sus medidas pueden variar al igual que su agarradera o vara. Puede que estén destinados a dar un servicio básico, pero los hay especiales para poder limpiar hasta la más mínima molécula de polvo o cabello, así como también existen aquellos que tienen una parte especial para limpiar las cerdas de las escobas. Lo ideal es al menos comprar un recogedor de mano, otro de vara y uno especial. Con la experiencia sabrás el por qué de cada uno de ellos, así como sabrás identificar su compatibilidad con las diferentes escobas. Si no me crees, permíteme hacer un paréntesis. Te contaré una anécdota. Cuando yo era apenas un chico de unos cinco o seis años, mi madre me ponía a limpiar los patios. Para ese entonces yo sólo conocía dos tipos de escoba, la corta y la de siete hilos. Sin embargo, yo no entendía la función de cada una, por lo que lo mismo me daba barrer las hojas de los árboles con la corta o la otra. Un día mientras barría unas hojas secas en otoño, pude percibir en las cerdas de mi escoba un pequeño sonido proveniente de ellas. Parecía que se trataba de un quejido, un “auch” casi imperceptible. Me puse en cuclillas y presté más atención. La escoba misma me estaba hablando. Con mis acciones despreocupadas yo la estaba lastimando. Una escoba corta barriendo el cemento. ¡Qué barbaridad! La escoba lloraba en silencio, pero esa ocasión no pudo ocultar más su sufrimiento. Al acercarme a las cerdas me explicó su función, me dijo lo equivocado que estaba y lo inútil que sería que intentará que todo quedara limpio cuando ella no barría, sino que cepillaba. Me habló de la historia de las escobas. Esa que casi nadie conoce más que en época de Halloween. La vieja leyenda de que las escobas no eran un material de trabajo, sino un medio de transporte para las hechiceras en la Edad Media. Me contó los viajes de su tatarabuela por el monte de Venus, digo por el monte de Prípyat. Me habló de cómo su madre había creado un libro llamado El secreto de las brujas: escobas místicas y la torre de Babel. No entendía nada, a la vez que sentía que comprendía todo. Me imaginé todos los tipos de madera que habían servido de mangos. ¿Qué se sentiría ser una escoba de palacio?, ¿qué significaba serlo de una prisión?, ¿qué fue de las escobas que vivieron en los manicomios de hace dos siglos?, ¿qué sentirán las escobas que han sido arrumbadas por las aspiradoras? Todos estos misterios se encontraban en ese libro, y yo tendría que recuperarlo, adueñarme de él. Sin saberlo, había encontrado mi profesión: barredor especialista. Era normal que yo me mantuviera absorto escuchando esas revelaciones, al tiempo que pensaba en mi futuro. No obstante, mi madre al percatarse de que no había terminado con mis labores por estar platicando con la escoba, me jaló una oreja y me llevó dentro de la casa. Se fastidió por mi falta de responsabilidad, a la vez que me puso a hacer la tarea. Yo traté de terminar con mi tarea lo más pronto posible, para así poder regresar a terminar de barrer el patio y continuar con mi conversación con la escoba. Pero mi madre no me lo permitió, puesto que ella ya había terminado de barrer y ya había guardado la escoba. Los días siguientes, por una u otra razón, mi madre no me dio la oportunidad de hacer esta hermosa labor. En mi interior, yo me sentía insignificante, los nervios me carcomían el alma, me rascaba todo el cuerpo, me sentía intranquilo, necesitaba ver esa escoba, explicarle mi ausencia, pedirle que me revelara la ubicación de su libro familiar. Al ver que no podía encontrarme con esta escoba, todas las mañanas al salir de la escuela, llegaba a una tienda, me dirigía al pasillo de limpieza y me acercaba a otras escobas. Traté de mil maneras distintas para lograr que ellas me hablaran, pero ninguna me respondía. El señor del local habló con mi madre, le expusó lo inusual de mi conducta y le recomendó que me llevaran a un psiquiatra. Ella no accedió, creyó que se trataba de una broma mía para llamar su atención. Sin embargo, se me prohibió ayudar con este quehacer en casa. Pasó un mes en el que fingí que ya no me interesaba por las escobas y sus secretos. Fingí ser un niño normal, hasta que de nuevo se me dio la oportunidad de ayudar en casa. Fue un veintitrés de mayo cuando pude ver de nuevo a mi escoba, pero esta se resistió a hablar conmigo. Supuse que, entonces, todo había sido producto de mi imaginación como habían insinuado los adultos. Así hasta que, la tarde de un sábado, la escoba me llamó y reclamó mi ausencia, me dijo lo sola que se había sentido desde que yo ya no barría con ella. La escuché atento. Después, le expliqué lo sucedido. En cuanto a las escobas del super, me dijo ella que ninguna podría hablar hasta cobrar vida al ser compradas o utilizadas por primera vez, puesto que tiene que haber una persona que les regale una chispa de su esencia para que despierten a la vida. Todo estaba perfecto, la plática pasó entre risas y anécdotas, hasta que ella me pidió un favor. Mi madre tenía únicamente un recogedor de lámina que había improvisado con ayuda de mi abuelo. Este recogedor, como era de esperarse, era viejo y estaba oxidado, por lo que lastimaba sus cerdas. Además, me contó que este recogedor al haber pasado por muchas escobas se daba aires de grandeza, amenazando con cambiarla por una escoba más joven y de cerdas de goma. Estas palabras la lastimaban, ella siempre había soñado con un recogedor de mango largo y de plástico. Quería tener una historia de amor perfecta como aquella que había leído en el libro escrito por su madre. Fue en ese momento que yo aproveché para hacer un trato con ella. Si yo conseguía un recogedor apropiado para ella, ella me revelaría dónde se encontraba ese libro del que tanto me hablaba. Ahorré el dinero que me daban todos los domingos por dos meses, hasta que compré un recogedor de basura articulado perfeccionado. Al llegar y presentárselo a mi escoba, ambos se miraron y se dieron cuenta de que lo suyo nunca podría ser. Ella era demasiado básica, y él demasiado egocéntrico como para que su relación funcionara. A partir de ese momento, mi madre cambió de escobas y consiguió unas acordes a mi nuevo recogedor. Jamás volví a ver a mi escoba, y no pude hablar de nuevo con otras escobas, por más que lo intenté estas no respondían, y si lo hacían no sabían nada al respecto. Por eso te recalco la importancia de compatibilidad entre escobas y recogedores, las escobas son especiales como los capricornios, y los recogedores son igual de volátiles que los géminis. ¿Cómo habrían de funcionar si no se tiene una conexión real previa? No quieres quedarte con la duda de uno de los tantos secretos revelados por tus escobas sólo porque no supiste elegir el recogedor adecuado. Eso dejaselo a un niño de seis años que recién está descubriendo el maravilloso mundo de la barrida, pero tú no seas tan ignorante. Ahora que ya tienes a la mano todo tu material, pasaremos a la parte fundamental. ¿Cómo debemos de barrer de manera adecuada? Antes de que hablemos de ello, de nuevo, me gustaría hacerte una que otra advertencia: si no te enseñas a sujetar la escoba, tus manos presentarán callosidades; si no aprendes la técnica adecuada, dejarás moléculas de suciedad a lo largo de tu casa. ¿Te arriesgas? Si tu respuesta fue no, ¿qué haces aquí leyendo? Si tu respuesta fue sí, pues a practicar se ha dicho. Lo primero que debes de hacer es seleccionar la escoba que utilizarás para la acción que pretendes realizar. Ya que la seleccionas la tomas con ambas manos. Con la izquierda sujetas y aplicas presión, con la derecha diriges hacia dónde habrás de llevar el cabezal de la escoba. Pero, ¡ojo!, ¡no vayas a caer en el error común! Cuando barremos es normal que muchos de nosotros nos equivoquemos a la hora de hacer el movimiento de barrido, por lo que separamos el cabezal de la escoba del suelo y sacudimos de un lado a otro. Si hacemos esto, en vez de barrer de una manera apropiada, estaremos levantando una nube de polvo que nos puede causar tapones en la nariz e irritación en los ojos. Lo ideal es deslizar hacia una sola dirección el cabezal de la escoba sin separar del suelo, así todo el polvo se acumulará en un solo lugar sin causarnos ningún disgusto. Repetirás este movimiento en toda la superficie que desees limpiar. Concentrando todo el polvo, basura y sociedad en un sólo sitio que llamaremos el vértice de limpieza. En el vértice de limpieza es donde sucede toda la magia. El recogedor y la escoba habrán de encontrarse, y dependiendo de su compatibilidad será el porcentaje de limpieza que obtendrás en las superficies barridas. Colocas el recogedor frente a la basura acumulada, la escoba la pones detrás de esa basura con dirección paralela al recogedor. Con tus manos diriges la escoba hacia el recogedor en un sólo movimiento suave y tranquilo, sin separar el cabezal del suelo. Repite este movimiento las veces que sean necesarias. Seguido de esto, tomas el recogedor y lo vacías en un contenedor de basura que puede ser de distintos tipos: una bolsa, caja o recipiente (más conocido como bote de basura). Por último, tomas tus utensilios de limpieza y los guardas en el lugar correspondiente. Como te darás cuenta, eso es todo lo que necesitas saber en cuanto a la labor de barredor. No obstante, antes de retirarme, me gustaría que tomes en consideración otras dos cosas: si quieres saber del libro que te comenté, platica con tus escobas hasta que ellas te den respuesta, no te desesperes, toda recompensa es precedida por un gran esfuerzo. Por otro lado, nunca barras con la puerta abierta. Si una mariposa entra en tu hogar eso significa que una de las personas que viven en ese lugar habrá de emprender un largo viaje. Al menos eso me dijo mi madre, un día mientras ella barría una mariposa entró y se posó en el sombrero preferido de mi papá, luego de eso él se fue de casa y ya no regresó. A lo mejor y por eso la escoba me contó del viaje para encontrar el libro, a lo mejor mi padre y las escobas tienen mucho que ver.