El sendero del diablo (Dimitri Ives)

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El reloj daba las tres de la madrugada en punto. Para unos, esta es la hora maldita en la que los fantasmas y los demonios salen de su escondite; pero, para otros, sólo se trata de una hora más del día. Esta última opción era mi caso, me levanté de la cama, me dirigí al baño, lavé mi rostro y me peiné.

Posterior, caminé lentamente hacia la cocina para prepararme un café. Revisé de nuevo la hora en el reloj, no pasaban de las tres y media. ¿Sería ese el momento indicado para sentarme a escribir lo que se suponía mi “primera” novela?

No, no lo era. Lo mejor sería que tomara un libro y me pusiera a leer, o quizá sería la hora adecuada para salir a caminar a los alrededores de mi casa. Quién sabe si entre las sombras y las penumbras pudiese encontrar aquello que estaba buscando desde hacía tiempo: un motivo para morir.

Salí de casa con una sudadera color tinto. Caminé de una acera a otra, de una calle a una avenida y de ahí a un callejón. Hice zigzags, exploré vecindarios aledaños a mi hogar. Así fue como llegué a ese camino que se encontraba a las afueras de la ciudad.

De lejos pareciera un lugar poco transitado, una vereda que se tornaba escalofriante por las ramas de los árboles y las espinas de las plantas, ya secas por el invierno. Traté de acercarme un poco, mi piel se erizó, sonreí tontamente ante tal reacción de mi cuerpo, moví la cabeza de un lado a otro en manera de negación y me di ánimos para dirigirme hacia allá.

Llegué a la entrada. Por mi lado derecho había un viejo letrero tallado en madera en el que se podía leer un mensaje desgastado por el tiempo: “El sendero del Diablo”. Mientras que, a mi lado izquierdo, había una piedra gigante que podría servir de banco a quien lo necesitara.

No le di importancia a nada de esto. Comencé a caminar por dicho lugar. Mi memoria, como la de cualquier persona que se siente expuesta ante el peligro, inició a recordar aquellas viejas historias que me contaba mi madre antes de dormir tratando de prevenirme de alguna desgracia.

Allá, a lo lejos hay un camino: El sendero del diablo. Cuídate de ir ahí porque las personas que entran no logran salir y, si lo hacen quedan malditas de por vida… ¿Sabes lo que pasó con Martín el tuerto? Se dice que el hombre siempre se pasaba de maldito con las muchachas y las obligaba a acompañarlo a aquel lugar. Ya ahí, el tipo todo borracho comenzaba a golpearlas hasta matarlas. ¿Recuerdas que te he hablado de mi amiga María? ¡Pues ella fue una de sus víctimas! Si tan sólo supieras, mija. ¡Al menos se le descubrieron treinta muertitas!, pero eso no es todo, se dice que también llegó a comer parte de las extremidades de las chicas.

Con el fresco de la noche y estos pensamientos rondando por mi cabeza me vino una idea, ¿y si hiciera una novela que hable de un caníbal? El típico matón con buen gusto en vinos, un hombre capaz de seducir a cualquier mujer para después llevarla a su casa a las afueras de la ciudad donde terminaría por desollarla. El ambiente podría ser como el que se tiene en las películas de terror o de suspenso. ¿Y qué tal que se tratara de un alto funcionario? El asesino inesperado…

Un sendero. El viento chiflando. Luna llena en lo alto. Nubes negras. Unos pasos agitados. Gritos. Una dama tratando de huir. Un asesino enfurecido. Ir y venir de un hacha. Una rama caída. Un tronco partido por mitad. Llanto. Golpe casi perfecto. Arriba. Abajo. Una gota de sangre. Un charco de sangre. Una extremidad por aquí y otra más por allá.

Seguí caminando perdida entre pensamientos extraños, cuando de repente a lo largo del camino noté pequeñas gotas de sangre que se dirigían a las plantas aledañas al camino. Di un pequeño brinco, mi corazón se aceleró. De repente un silencio total se hizo presente. Ni siquiera el cantar de los grillos me acompañaba.

Sin embargo, seguí caminando, aunque debo de confesar que lo hice de manera más apresurada. Hasta que a la mitad del sendero me encontré con un hoyo que estaba cubierto con una cruz de madera y rodeado con un montón de piedras que simulaban una pequeña barda.

Un sudor helado bañó mi rostro. El demonio se encantaba de semejantes atrocidades, disfrutaba el correr de la sangre y quería marcar ese territorio como propio. Fue un dieciséis de agosto cuando Martín le vendió su alma al diablo con tal de quedar siempre protegido para cometer sus asesinatos.

Ahí, en el fondo de aquel pozo se abrió la puerta al infierno. Un lugar que se adueñaba de los ecos y los embriagaba con el frío de la muerte. ¿De qué me servía pasar saliva? Todo era un viejo cuento para asustar niños, una leyenda más “sin pies ni cabeza”, y ese lugar no pasaba de ser un viejo pozo.

Tragué saliva de nuevo y seguí en línea recta. Mi corazón seguía latiendo como si hubiera corrido por más de dos horas. Mi respiración era agitada, poco a poco la fuerza de mi cuerpo se fue desvaneciendo.

No sé exactamente qué sucedió. Desperté y como era mi costumbre, revisé el reloj: marcaba las tres de la madrugada en punto. Me tallé los ojos, no lo podía creer. Si tan sólo unos minutos antes eran las tres cincuenta y cuatro.

Observé mi alrededor, no era mi casa. Se trataba de ese viejo sendero. Para cualquier dirección en la que mirara, me topaba con ramas de árboles y pasto. Traté de levantarme, noté que me dolía la cabeza, llevé una de mis manos a la nuca y me percaté de una humedad entre mis dedos: sangre.

Cada vez estaba más confundida. Desde ese día se convirtió en la vereda del diablo. Ahí, las mujeres jóvenes encontraban su perdición, eran seducidas por un guapo caballero enviado por el maligno. Él haría de todo para convencer a estas mujeres de quedarse, y en el pozo habría de ahogarlas para apoderarse de sus almas y entregárselas a su patrono: Lucifer.

Por fin despiertas, dormilona. ¿Eh? Reconocí en él a Ángel, un amigo mío que me gustaba demasiado. Ya me habías preocupado, con eso de que te resbalaste por ir bromeando. ¿Resbalarme? ¿No lo recuerdas? Yo, yo venía caminando sola. ¿Sola? Veníamos juntos porque según tú querías enseñarme este viejo pozo, el lugar del que te inspiraste para hacer tu novela. ¡Yo no he escrito ninguna novela! ¡Ya deja de jugar y mejor muéstrame tu cabeza! ¡Aléjate! ¡Cálmate, Martina! ¡Tú no eres Ángel! ¡Tú eres el hombre de la leyenda! ¿Cuál leyenda? ¡Espera! ¿Estás hablando de la historia del sendero?

Ese ser, disfrazado de hombre, tratará de convencerte de quedarte, de que todo está bien y cuando te des cuenta de que nada de lo que está diciendo es real, él enfurecerá y te maldecirá, ¡tienes que huir de ahí! ¡Escapa! ¡Escapa porque no habrá marcha atrás!

Forcejeo. Gotas de lluvia. Gritos. Rasguños. Tormenta avecinándose. Granizo. Una roca. Un cráneo roto. Un cuerpo cayendo por el pozo. Neblina. Viento enfurecido. Risas. Llanto. Gritos. Sangre. Almas atormentadas bailando alrededor del sendero. Y, allí, los dieciséis de cada mes, sentada sobre la gran piedra, una anciana enloquecida que pide limosna invitándote a recorrer aquel sendero mientras te narra su novela, en la que no importa si de mujer o de hombre se trata, cuando de la muerte y las maldiciones del alma se habla.