El chico del espejo (David Trozos)

 

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La habitación estaba completamente a oscuras, pero su mente reflejaba la luz más bella que pudiese imaginar: el amor. Aunque, él no lo sabía, se negaba la oportunidad de ser feliz al estar acomplejado por una serie de tabúes.

Carlos por más que ocultaba su homosexualidad no podía escondérselo a sí mismo cuando se colocaba frente a un espejo. Siempre era lo mismo, al verse reflejado se le escapaba una sonrisa cómplice, él conocía al chico del espejo, sabía sus secretos, sus más íntimos deseos e incluso era testigo de los momentos de placer que ocurrían cuando este joven colocaba la mano en su miembro para iniciar un ritual de movimientos continuos de arriba bajo.

Sí, a Carlos le gustaba estar días completos frente al espejo. Leyendo, dibujando el retrato de su enamorado o del que no creía estarlo, observando el más mínimo detalle de su piel morena bajo la luz blanca de la bombilla, haciendo cualquier cosa.

Esta noche sería fuera de lo común. Era la oscuridad de un martes luego de haber ido a la secundaria. Carlos había llegado más tarde de lo común, pero no había nadie en casa. Como de costumbre, se dirigió a la cocina y preparó algo de comer, un sándwich de mantequilla de cacao acompañándolo con un vaso de leche. Encendió la televisión de la sala, se sacó los zapatos y cenó.

La casa tenía tres habitaciones, dos baños, una sala, el comedor y la cocina distribuidos en tres niveles. Sin embargo, la propiedad poseía un ambiente tan pesado que parecía un cuarto de dos metros de ancho por tres de largo.

Sus paredes estaban adornadas con cuadros religiosos y uno que otro retrato familiar que, en conjunto con el color blanco de la pintura jugaban un papel conservador típico en la familia mexicana de clase media alta.

Los padres de Carlos tenían dos hijos más aparte de él. A pesar de eso, él era el preferido, sus progenitores tenían puestas todas sus esperanzas en su persona. Esto se notaba en las meriendas y en las reuniones familiares, la madre abogaba porque su hijo sería un buen médico, se casaría y le daría al menos tres hermosos nietos. Por otro lado, el padre replicaba que su hijo tenía espíritu de sacerdote y que dentro del ámbito religioso encontraría el mejor futuro que se podía asegurar.

El joven tendía a guardar silencio, escuchar atento lo que se pedía de él. No respondía nada porque sabía que a final de cuentas terminaría por hacer lo que ellos le obligaran, no era más que un chico de quince años que no valía nada como para opinar en los temas de familia.

Sus hermanos, en contraste, se burlaban de lo ingenuo y sumiso que éste llegaba a ser. Cuando tenían la oportunidad de acercársele le aconsejaban que cortara el cordón umbilical puesto que algún día iniciaría por hacer una vida lejos de sus padres. No obstante, Carlos se reía de ellos y pensaba que lo decían por celos de que fuera el consentido de sus progenitores.

Con diferencia de su vida y costumbres familiares, últimamente los días los pasaba agonizando por dentro, pecando de pasión. Había algo que lo estaba quemando cada vez más. Su instinto sexual había despertado, Carlos se enamoró de su mejor amigo, Andrés. No tenía idea de cómo sucedió, puerilmente sabía que cada que lo tenía cerca su corazón latía más rápido y sus mejillas cobraban un tono rojizo.

Después de que estas sensaciones iniciaron no paraba de orar a su dios, a su redentor, a quien hiciera falta. No había motivo para caer en este tipo de maldiciones, sólo los enfermos podían terminar de esa manera, o al menos eso le habían enseñado.

Él recordaba cuando escuchó decir a su padre que prefería un hijo muerto a tener que lidiar con un hijo maricón. Mas, ¿qué tenía de malo ser gay?, ¿por qué habría de ocultarse tras un reflejo de alguien que no era?, ¿qué había de malo en él?

La metamorfosis había iniciado y no habría marcha atrás. Carlos había cambiado, ya no hablaba con su familia, prefería estar solo en su habitación, colocaba una silla frente al espejo y era como si se trasladase a otra realidad.

No obstante, dejemos de lado la historia de su rutina, regresemos a aquella noche en la que se encontraba comiendo un sándwich mientras veía un documental religioso. De repente, su padre entró a la casa con el semblante más furioso que pudiese imaginar.

―Así que, ¿eres maricón!

―Papá, escúchame -una lágrima asomó a sus ojos―, yo…

―Tú te puedes ir a chingar tu puta madre. ¡Yo jotos no quiero en esta casa!

―Te puedo explicar.

―¿Explicar? Andrés te metió un reporte en la dirección porque le insinuaste cosas inapropiadas. Pero no te preocupes, esta noche te quitaré lo joto de una vez por todas.

El padre de Carlos lo tomó de la playera y colocándolo contra la pared comenzó a golpearlo una y otra vez con el cinturón que días anteriores sólo servía para sujetarle los viejos pantalones.

La fiesta ocurrió en la sala. La sangre de aquel mártir escupía cada rincón que estaba a su alcance. Pequeñas gotas brincaban de un lado a otro, imploraban la piedad que a Cristo no le dieron el día de su crucifixión.

La madre lloraba, no hacía nada. Imitaba a la virgen María, no le quedaba más que sentarse a ver cómo se cumplía el destino que el cielo le tenía preparado a su hijo. Carlos la veía borrosa. Entre cada golpe y cada grito le parecía tan bella, tan lejos de ser madre de un degenerado como él.

Golpe por minuto, llaga por cada choque de la piel y el cuero del cinturón. Carlos ya no era dueño de sí, era una simple basura en la acera. Ignorado y sin valor, un estorbo más en el pasar de gente tan digna y honorable como lo era su familia.

La pared estaba tornándose de color guindo junto cada grito dado desde las entrañas del mismísimo Satán. Es necesario comentar que dicha masacre no finalizó hasta que llegó uno de sus hermanos e imploró clemencia. Lo tomó entre sus manos y lo llevó a su cama. Le lavó las heridas y salió de la habitación.

Carlos se levantó adolorido luego de que su hermano desapareció entre las penumbras del pasillo. Cerró la puerta con seguro, abrió las ventanas, luego procedió a desnudarse. Más, como era su costumbre se colocó de pie frente al espejo. Su piel morena estaba cubierta de moretones y heridas que dejaban escapar aquel líquido rojizo.

Le daba lástima el joven del espejo, aunque le gustaba sonreírle con la ilusión de que todo estaría bien. Platicó con él, acarició cada una de las llagas, lo alabó de valiente y se puso de acuerdo con él para escapar de aquel sitio.

Tomó un viejo cuaderno, trazó el contorno de una mariposa, bañándola con sus lágrimas. ¿Algún día podría volar libre como ella?, ¿podría recuperar el color de la alegría?

No paraba de llorar, había algo que le daba temor, pero no era su padre, sino algo que él llevaba consigo. Sentía que le hervía la sangre por dentro, necesitaba expulsar de su cuerpo todo aquello que lo estaba atormentando.

La redención no la obtendría por las buenas, había ciertos pecados que sólo se limpiaban con dolor, con un mar de lágrimas en forma de perdón. Él lo sabía, sabía cuántas veces se había castigado a personas enfermas como el muchacho del espejo.

Carlos se lo dijo. Lo miró directo a los ojos dándose cuenta de que todo ese tiempo había estado equivocado, él amaba al chico reflejado frente a sí. Aunque, si era verdad que poseía ese sentimiento tan perfecto, su obligación era salvar al joven antes de que terminaran por matarlo a golpes.

De nuevo, con la luz todavía apagada, le mostró el dibujo a su enamorado. A continuación, tiró la libreta a un lado, colocó su mano con la del chico, mientras que la otra la tenía sobre el corazón.

Esa sería la última vez que lo vería, él lo sabía, él tenía que ayudarlo a escapar, pero antes de eso lo besaría con toda la intensidad que aquel cristal se lo permitiera. Por último, sólo se determinó a decirle “siempre te amaré, suerte en tu nueva vida”.

Fue en esa ráfaga de tiempo que Carlos se dio cuenta que no tenía nada de malo amar a otro hombre, era cuestión de sentimientos y no de valor o dignidad. Por fin, se aceptó y se aferró a la idea con todo el valor que conservaba.

Caminó a la ventana, se posicionó en el borde, cerró los ojos pensando en Andrés a la vez que, en el chico del espejo, luego abrió sus brazos cuales alas de mariposas y se echó a volar.

El viento se sentía tan bien, lo hizo renacer para ver la vida de una manera diferente. A final de cuentas su destino no era salvar vidas del pecado, ni cuerpos perecientes de enfermedad, lo único que debió hacer, desde que se enteró del secreto, era tan sencillo como salvar al chico del espejo para que no padeciera aquel calvario.

Él, ellos murieron incrustados a una varilla del barandal del exterior a su casa. Sus hermanos corrieron a su encuentro, ya era demasiado tarde.

Después de esa noche nada volvió a ser lo mismo. Los padres arrepentidos rezaban por el doble perdón de los pecados de su hijo. Imploraban a la figurilla de la pared sujeta en la parte superior de donde estaban las manchas de sangre del recién perecido.