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Un trago más (Maleni Cervantes)

 

Créditos de imagen: Pixabay

La claridad del día dio paso a la oscuridad de la noche. Una tarde antes se había prometido no beber más de una copa de vino o dos cervezas. No obstante, ese día los planes cambiaron al igual que la sensación de querer adormecer cualquier recuerdo que atormentaba su mente. Hacía un mes que no la veía. La decisión no fue suya, sino de ella. No hubo una despedida, sólo el vacío provocado por su ausencia. Ya nada le parecía lo mismo. Ni el café de la mañana con su característico olor a grano tostado, ni su acostumbrado té con sabor a limón al recostarse. Esa mañana se había despertado como de costumbre, quince minutos antes de las seis. Tomó una ducha y cepilló sus dientes, revisó que todo estuviera en su lugar y que no faltara nada en su maletín. Posterior, subió en su carro y condució hacia la oficina. En la radio sonaban las noticias. Un fallecido, el aumento en los productos de la canasta básica, tres desaparecidos, la reina de belleza y su novio en Cancún, un político que discutió con otro por una nimiedad. Nada de eso le llamaba la atención, nunca le había interesado lo que pasara a su alrededor. Cambió de estación, en sus bocinas comenzó a resonar una melodía que conocía bien, la que fue testigo del comienzo de su historia, los ecos de su sonrisa le taladraron el pensamiento una y otra vez. Una pregunta surgió de repente: ¿qué habría sido de ella? El resto de la mañana transcurrió entre un mar de papeles y formatos por llenar, uno que otro oficio y correos sin sentido. Al principio de su juventud creyó que ese trabajo sería lo mejor que le pudiera pasar, un sueño hecho realidad; no obstante, ahora no pasaba de hacer todo por rutina con la amargura que se apoderaba de su pecho sofocandola una vez más. Su jefe le comentó que podría retirarse en cuanto terminara un expediente para el ingeniero x. Ella, en cambio, no quería irse, ¿a dónde?, ¿para qué? Afuera de esas paredes no tenía nada más que un apartamento nostálgico que le hablaría desde las entrañas de un viejo televisor que le haría compañía. Eso no le era muy motivador, sólo una señal más de que su vida carecía de sentido. Terminó el trabajo. De nuevo, en su mente el recuerdo de la canción y la sonrisa de su chica, aquella que se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Sintió el pecho oprimido y una punzada en la sien. Se despidió de su jefe y se dirigió al estacionamiento. Al llegar, le pareció una buena idea llamarle a su mejor amiga para invitarla a beber un trago. Ella aceptó, así que, al menos ese día no tendría que lidiar con la soledad. Al dirigirse al bar de costumbre, se percató de que llegaría una hora antes de lo acordado. Por un momento, pensó en dar una vuelta y regresar, pero después de reconsiderarlo concluyó que hacía demasiado tiempo que no se regalaba un momento a solas haciendo algo que realmente disfrutara. Estacionó su vehículo y bajó de él. Acomodó su falda y el cuello de su camisa. Entró al bar, tomó asiento y pidió una copa de vino tinto. En algún lugar había escuchado que este vino en comparación con otros poseía cierto espesor que provocaba distintas sensaciones en la boca como la astringencia y la rugosidad. Un trago. Una lengua extasiada al chocar con el paladar al disfrutar de aquel líquido. Los cabellos de su chica rozando su rostro al contacto del primer beso. Otro trago precedido por el olfatear de su nariz en la copa. La promesa de un para siempre encubierta en un ramo de rosas. Otro trago, una pluma que se desplazaría precisa sobre una servilleta de papel. ¿Qué quería escribir exactamente? ¿Una carta? ¿Una nota suicida? ¿O los pendientes que habría de realizar a la mañana siguiente? A lo mejor, las palabras que se guardaban en su garganta a la espera de una lágrima. ¿Cuántas veces había escuchado su nombre en boca de cientos de desconocidos? Le parecía algo surrealista, incomprensible. Ellos no sabían lo que para ella significaban aquellas letras que en combinación le daban figura a una de las mujeres más hermosas que había conocido. El dulzor y la intensidad del color del vino se entrelazaron con sus sentidos. La ahogaron y sumergieron mar adentro de su conciencia. Un trago más y una palabra desembocaría en otra y otra más. Cadenas rotas de silencios y verdades. Había callado tanto que la inmensidad de las palabras le parecía efímera, aunque constante. Recibió una llamada. Era su amiga, no podría presentarse. Ya no le importó, en ese momento sólo existía ella, una copa de vino y la peripecia que se trasladaba entre el subconsciente y la realidad. Pagó la cuenta. Tomó la carretera sin rumbo fijo. El montón de servilletas estaban aprisionadas en su bolso, gritaban, anhelaban ser escuchadas. Pero, ella era la única que era capaz de comprenderlas. Ignoró las voces que provenían de ellas. Subió el volumen de la radio y cantó lo más fuerte que pudo canciones que antes le eran desconocidas. Arribó en una gasolinera. Llenó el tanque. Compró una cajetilla de cigarros y una botella de ron. Retomó su camino, pisó a fondo el acelerador, entre más pronto llegara sería mejor. Recordaba los paisajes en las películas. Árboles frondosos a lo largo de la carretera. Asfalto liso, sin baches o abolladuras. Pintura amarilla resplandeciente al centro del camino, color blanco a las orillas. Señalamientos precisos que indican curvas y demás. Sin embargo, todo era completamente distinto. La carretera estaba en pésimas condiciones, la vegetación estaba seca con ciertas partes incineradas. Los señalamientos grafiteados, otros caídos. Todo el ambiente se veía tan lúgubre y solitario que la melancolía que traía consigo se convirtió en la desesperación más desconcertante que había experimentado. Las horas pasaban, y ella siguió vagando. Letreros y más letreros de pueblos y retornos. Luces que la encandilaban. En su cabeza el eco de una palabra: encontrarla. Bebió un trago de la botella. Encendió un cigarrillo, le dio tres caladas y lo arrojó por la ventanilla. Lo sabía, todo carecía de sentido. La luna estaba en lo más alto del cielo, en la cumbre de la oscuridad. El viento silbaba. Ella estaba perdida. Estacionó en una gasolinera. Preguntó por un hotel. Al llegar a este alquiló una habitación. Como pudo llegó a su cuarto, se desvistió y se arrojó a la cama. Todo le daba vueltas, el tiempo pasaba demasiado rápido para su gusto. Su cabeza le dolía a más no poder y su estómago denotaba cierto ardor por acidez estomacal. En esos instantes concluyó que su mundo no tardaba en desmoronarse. Por un segundo todo le pareció estar en silencio. Una tranquilidad absoluta en la que ni siquiera sus pensamientos se hacían presentes. El peso del alcohol hizo efecto, sus ojos se cerraron y ella se perdió en un sueño. Al poco tiempo su celular comenzó a sonar, era su alarma. Esa mañana tendría una junta importante con un ejecutivo que invertiría en la empresa para la cual trabajaba. Abrió los ojos, fijar la vista en un solo lugar le parecía una misión imposible. Era normal, el efecto de la migraña. Se levantó a buscar su teléfono, lo apagó y se dispuso a regresar a la cama. No obstante, antes notó la silueta de una mujer que estaba a lado suyo. La observó en silenció, ¿quién sería esa desconocida que reposaba en su cama tan tranquila? Al acercarse, percibió que se trataba de ella. El corazón le dio un brinco, no supo si se trataba del efecto de la sorpresa o la angustia que le proporcionaba aquella escena. Era su imaginación, tenía que ser su imaginación, no debió de haber bebido más de una copa o dos cervezas, ella lo sabía. La mujer se removió en la cama, estiró los brazos y abrió poco a poco sus ojos, lanzó un suspiró y después susurró: “amor, ¿qué haces ahí parada? Acuéstate a descansar, tienes días que prácticamente no has dormido nada, a la larga eso te hará daño”. La voz, esa voz sonaba tan real para ser la alucinación de una borrachera. Caminó a la cama, se recostó, cerró los ojos con fuerza y después se arropó con las sábanas. “No puede ser real, no es real, no es real, ella no está aquí”, pensaba. Al tranquilizarse un poco concilió el sueño. Era tan relajante sentir el respirar pausado de su chica en la nuca. La fragancia de su pasta dental de menta sobre su cuello. Respirar el olor a moras de su cuerpo. No existía terapia más efectiva para el estrés que ella, el amor de su vida. La luz del sol entró por la ventana que se encontraba entreabierta. Buscaba su camino directo al rostro de la chica que seguía dormida ahora en posición fetal abrazando una de las almohadas que tenía entre las piernas. A su alrededor, todo cobró color. Las paredes del cuarto aparecieron de un naranja brillante y un blanco resplandeciente. Las sábanas de la cama de un color beige hicieron contraste con el café de la alfombra y de los muebles de pino. El sonido de los pájaros se hizo presente en combinación con el sonar de los motores de los carros que estaban a punto de arrancar hacia diferentes direcciones conforme a los oficios de sus dueños. Ella abrió los ojos. Los talló con las palmas de sus manos. Estaba tranquila, aunque en el fondo la incertidumbre del futuro le carcomía las entrañas. Lo sabía, la falta en la junta de ese día le costaría el trabajo, con que no le afectara en su experiencia laboral. De repente, recordó el sueño que había tenido una noche antes. Dio un brinco y salió de la cama. A su lado no había nadie, sólo la almohada que había estado abrazando durante toda la noche. Pequeñas gotas de sudor recorrieron su cuello, estaba desconcertada y deprimida, ojalá y hubiera sido realidad. Con una mirada recorrió toda la habitación. En el sillón cerca de la cama no estaba su ropa, tampoco en el suelo. Buscó la puerta del baño, pero tampoco había baño. Le pareció extraño que en lo que parecía un hotel tan lujoso no hubiera una televisión ni ningún tipo de adorno. Caminó a la ventana. Fuera había un jardín por donde caminaban varias personas. Sin embargo, ninguna de ellas le llamó la atención, debían de ser los empleados porque iban uniformados con ropas de un color azul cielo muy lindo. De nuevo, se dispuso a encontrar su teléfono celular y su ropa, tenían que estar debajo de la cama o entre las sábanas destendidas. Nada. Su ropa no estaba en la cama. Sus cosas no estaban debajo de esta. La frustración le subió al rostro que se tornó rojizo. ¿Dónde las había dejado? Suspiró. Trató de guardar la calma para disponerse de nuevo a buscar su celular y así llamarle a alguien que fuese a buscarla. De repente, alguien tocó a su habitación y abrió la puerta. Era una chica vestida con uno de esos trajes azules. Le pareció una falta de respeto que se introdujera en su cuarto de esa manera. Pero, bueno, al menos podría preguntarle si de casualidad ella había entrado en su habitación por la noche llevándose su ropa para lavarla o algo por el estilo. Estaba a punto de hablar, cuando la chica le sonrió y le entregó dos pastillas. Una de color azul y otra verde. La observó y le preguntó qué eran aquellos medicamentos. Sólo había bebido un poco la noche anterior, y ahora no entendía nada. Preguntó por su ropa, por el teléfono, por la ubicación en la que se encontraba. La chica le sonrió de nuevo, dio un paso hacia ella y le dio un beso en la mejilla. Le sujetó una de sus manos y le entregó las pastillas. “Toma tu medicamento, por favor, hoy vendré por ti al mediodía, quiero llevarte a un lugar especial”, le dijo antes de cerrar la puerta de la habitación. Posterior, debajo de la puerta le arrojó un periódico para que lo leyera. Lo levantó del suelo, le echó una mirada al título y a la imagen. Lo comprendió todo. Ella lo sabía, no debió de haber bebido tanto esa noche, mucho menos conducir por caminos que le eran desconocidos. Se sentó en la orilla de la cama y continuó leyendo. A su mente llegaron miles de imágenes de aquel día, el accidente, el despertar en el hospital, su aparente pérdida de memoria y sus constantes alucinaciones. Bajó la mirada. Su ropa blanca estaba un poco arrugada. Tendría que arreglarse para salir con la enfermera. Apretó con fuerza las pastillas que tenía en su mano, buscó la botella de agua debajo de la cama, seguido de esto se las tomó. Esa noche sí había estado alguien en su habitación, la sombra de su cordura, el reflejo de quién había sido, el alma que más la había amado. Lloró en silencio, y como nunca antes le había sucedido, añoró el calor de un sorbo de tequila para ahogar el sufrimiento.