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La sala de espera. Maleni Cervantes

Ese día no se distinguía de ningún otro. La rutina se respiraba en el aire. Las paredes eran asombrosamente iguales, todas pintadas de color beige. Uno que otro cuadro por encima de las sillas para asistentes. Cuadros con fotografías a blanco y negro que nos transportaban a lo que figuraban los inicios de la ciudad. Al centro, una mesita de cristal con un montón de revistas de diversos temas: moda, medicina, cuidado de la piel, motocicletas. Todas ellas con fechas de tres a cinco años de anterioridad.

Entrar en la sala de espera era un viaje en el tiempo. Vivir en un pasado al que no le prestamos atención. Se trataba de un lugar tipo limbo en el que predominaba el olor a hipoclorito de sodio.

Frente a mí, estaba el escritorio de la secretaria, a ambos lados de este se encontraban dos puertas. Encima de cada una de ellas se podía leer el letrero de adscripción: “Psicólogo Méndez” y “Psiquiatra Hernández”.

Cada consultorio simulaba un calabozo del que se desprendían alaridos de dolor, palabras sin coherencia alguna. Cualquier persona que entrara en esas habitaciones terminaba por perder la poca cordura que le quedaba.

Afuera, todos permanecíamos estáticos. Temíamos dar a conocer los temores que nos aquejaban. No queríamos que nadie se diera cuenta de nuestras debilidades. Unos trataban de controlar sus nervios restregando sus manos desesperadamente mientras mantenían la mirada en alguno de los cuadros de las paredes; otros, golpeaban repetidamente el piso con la punta de sus pies, o deslizaban sus zapatos a lo largo del suelo produciendo un sonido de fricción; yo, por mi parte, miraba de un lugar a otro y prestaba atención a cualquier zumbido, en ese sitio podría avenirse cualquier tipo de desgracia.

En medio de las dos puertas de los consultorios, por encima de la secretaria, había un reloj circular con el segundero de color rojo. Daba una vuelta, después otra y otra más. No se cansaba de girar, de producir sesenta pequeños “clics” por minuto.

De repente, al igual que esos sesenta clics, recordé lo de perdonar a nuestros enemigos setenta veces siete. 490 intentos de perdón para que alguien más me mandara de nuevo a esta sala de espera, con la cabeza cabizbaja y el pulso funcionando por obligación.

Mi cita era en veinte minutos porque a un idiota se le ocurrió que sería buena idea que la gente llegara media hora antes de su turno. A lo mejor era un intento por hacer que la gente leyera toda esa recopilación de revistas viejas que no llamaban la atención ni de las personas que compran papel por kilo.

Hacía una semana que no pisaba este lugar. Frente al espejo, todos los días, di aquello que te gusta de ti. En la baldosa debajo de la mesa de cristal seguía una mancha de café desde hacía más de un mes. Comienza a amarte, de a poco. ¿Por qué si todos los días huele a limpieza extrema quedan los rastros de un pasado imperturbable?

Me aburrí. La tranquilidad sólo se veía trastornada cuando alguien gritaba dentro de los consultorios. De ahí en más, llamadas de teléfono, “sí, para la siguiente semana… tenemos a las once o a las tres de la tarde… No, ese día no vendrá el psicólogo… Déjeme le pregunto”. O el nombrar de los pacientes primero con apellido, después por nombre.

Esa mañana, sin embargo, había algo distinto. En la esquina a mi lado derecho había una máquina. Se escuchaba el gorgorear del agua, al mismo tiempo que despedía breves cantidades de humo con un sutil pero delicioso olor a café. A lado suyo, una columna de vasos de unicel, un recipiente con azúcar y un vaso con cucharas.

Por encima de la cafetera, una hoja color rosa tenía escrito un mensaje: “favor de utilizar únicamente el azúcar que desea, colocar la basura en su lugar”. Tienes que aprender a no engancharte, a dejar ir todo aquello que te lastima. ¿Y si me preparara un café bien cargado? Desde pequeño amaba los sabores amargos. No comprendía cómo había niños que preferían el sabor empalagoso de los dulces o golosinas, el azúcar me producía un asco indescriptible. Escuchar el crujir de las paletas entre los dientes de los mocosos me irrita sobremanera. Lo mismo que el degustar cualquier tipo de alimento que no sea amargo. El chocar de la lengua contra el paladar y los dientes al quitar los rastros de picante en las patatas, ¿asqueroso, no? Haz ejercicios de respiración, tienes que aprender a controlar tu ira.

En la silla a un lado de la cafetera, un hombre gordo me observaba atento. Pareciera enfurecido por el hecho de que yo veía a su fiel amante: aquella productora de cafeína. Trastorno alimenticio. Obesidad. ¿Si tú no te la crees que vales, quién lo hará por ti? El hombre traía una camisa tipo polo color verde oscuro. Pantalones de mezclilla y unos tenis negros con blanco. En su mano derecha un reloj negro que a los cinco minutos comenzó a pitar por una alarma mal seleccionada.

El sonido de dicha alarma era tan agudo que molestaba lo más profundo de mis tímpanos. Sentí cómo mis músculos faciales comenzaron a distorsionarse en cámara lenta. Primero la piel de mis sienes se restiró dando pasó a mis venas saltonas, luego el puente de una ceja a otra comenzó a unirse para fruncirse hasta formar pequeñas arrugas que se trasladaban como grietas a los lados de mi nariz y en conjunto con las de mis mejillas. Mis dientes chocaron los unos con los otros, chillidos inaudibles eran emitidos por su roce. Mis puños se cerraron cual advertencia de ataque animal.

Escribe una carta con todo lo que has callado, pero que te lastima. Saca todo eso que perturba tu interior. Di un golpe en el suelo con mi pie. De repente, todas las miradas estaban sobre mí. No obstante, lo que llamaba mi atención eran las moléculas de polvo que se desprendían de mi zapato por la acción anterior. Cerca de mí había un poco de tierra, más lejos el rastro de lodo previo y, de nuevo me intrigó ese ligero rastro de suciedad en pleno templo levantado a la pulcritud. Al menos ahora tendrían una razón visible que les hiciera notar que hacía falta limpiar.

Un día antes había llovido. Las calles eran simulacros de ríos, se inundaron las zonas que anteriormente eran el desemboque de las tormentas. Por mi casa, la basura y unas construcciones provocaron ciertas estancaciones de lodo. Pasar sobre ellas producía sonidos curiosos a mis oídos. El ruido del agua y la tierra al ser chapoteados por alguien ajeno a ellos. He ahí la razón de la tierra en mis zapatos. Trata de hacer un listado con planes a corto plazo. Planes que puedas cumplir y te ayuden a sentir mejor. Luego de lo sucedido, pensé que quizá hubiera sido bueno haberlos limpiado antes de venir a ensuciar las baldosas de colores brillantes.

Me levanté y me dirigí con la amada del gordo. Tomé un vaso y me serví un café. Ignoré las miradas de todos a mi alrededor. Un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Faltaban diez minutos para pasar al consultorio.

Una gota de sudor recorrió desde la frente hasta mi cuello. Fue en ese instante en el que me di cuenta de algo, ya no un dato innecesario sobre la sala de espera, sino de mí mismo. Me observé con atención. No recordaba tener una camisa tinta con tantos botones. Un pantalón de vestir negro y tenis rojos. La ropa que traía puesta me daba el toque de ser un godín en tiempo libre. Emití una breve carcajada ante semejante pensamiento.

Bebí el café sin importar el dolor que provocaba al pasar por mi garganta. Lo sentí tan refrescante que podría haber tomado al menos dos litros de ese líquido hirviendo en un instante. Aunque, en mi mente arribó un pensamiento. En una publicación de Facebook una de mis contactos decía que era recomendable beber cuatro vasos de agua por cada taza de café ingerida, esto para cuidar la piel.

Desesperado ante los cinco minutos de espera que me quedaban, me acerqué con la secretaria. Actué muy bien mi papel y me comporté como cada uno de los tipos en ese lugar.

“¿Usted cree que mi piel está descuidada? Últimamente me salen varias imperfecciones, pero pese a ello, creo que me veo bien, ¿usted qué opina?”, cuestioné a la chica. Ella respondió con un rostro distorsionado por el miedo, no sabía el por qué. Decidí ignorarlo como cada cosa en esa sala. Vi hacia donde estaba sentado. Arriba de mi silla había una gran ventana que daba vista a un edificio enorme de oficinas de comercio. Pero, bueno, regresando a la ventana, me di cuenta de que carecía de vidrio, ¡eso explicaba las corrientes de aire helado que estremecían mi cuero cabelludo!

Estábamos en un sexto piso. En contacto directo con el vacío que podría provocar una caída completamente peligrosa para un mortal. Tienes que aprender a controlar tus impulsos. Me dirigí a la ventana y asomé la cabeza por esta.

La alarma en mi teléfono me regresó a la realidad. Era hora de mi cita. Di la vuelta y antes de que pudiese dar un paso hacia el consultorio me encontré de frente con dos hombres altos observándome con atención.

Desperté de mi evasión de la realidad. A mi alrededor, no había silencio ni quietud. Gritos de horror y llanto de desesperación cubrían la atmósfera. Los sonidos de una sirena me alertaban de que algo muy horrible había pasado.

Las personas se acumulaban alrededor del edificio como hormigas ante un trozo de dulce abandonado en la acera bajo el sol. Cámaras tomando fotos, celulares grabando en directo, vecinas cuchicheando entre sí. Sonidos e imágenes que se fusionaron en el bullicio constante cual representación de un cuadro de Domenico Gargiulo, específicamente en su mercado de Nápoles.

Pero bueno, eso pasó a un plano secundario, cuando me di cuenta de que mi camisa tinta, realmente había sido blanca. El piso no tenía manchas de café, ni las paredes estaban intactas, era el color de la sangre seca y chispas de esta por doquier. Mi vuelta de ese mundo pasado había comenzado con la revista de cuidados de la piel sobre mis manos, lo recordé todo. Una vieja película a blanco y negro se transmitió en mi cabeza a una velocidad considerable. En cuestión de segundos reviví lo ocurrido por minutos. Aunque, ¿realmente cómo podemos estar seguros del tiempo si es algo que no se puede tocar? Sustantivo abstracto que trata de darle sentido a la vida del hombre, cuando dicho significado nunca ha existido realmente.

Las seis en punto, hacía media hora que debía entrar a mi consulta. No obstante, no quedaba nadie vivo a mi alrededor, o quizá los había asesinado hacía seis años, cuando el gordo voló por la ventana, la secretaria cayó al suelo con un vidrio enterrado en la yugular y el psiquiatra se retorcía entre quemaduras de tercer grado. Recuerdos entre reales e imaginarios. Precisos y deformes.

¿Sorpresa? No. ¿Destino? Tal vez. ¿Futuro? En el pabellón psiquiátrico de la prisión.